El gordo “Tele” gritó el gol de
‘Pepito’ con tal fervor que su gruesa voz se dejó oír hasta la prolongación de
las calles vecinas. ¡Golazo! ¡Sí señores! ¡Golazo!. El “Gordo” solía ser un
fiel aficionado de nuestras pichangas; no era el único, pero sí el más efusivo.
A ‘Pepito’ no le cabía la alegría en el pecho y brincaba repetidamente sobre el
terral de la avenida Aviación celebrando
su conquista como si aquél gol suyo le estuviese dando el título del
Descentralizado al equipo de Alianza
Lima (del cual era hincha), luego de dieciocho años de sequía. En ese momento,
Pepito Zárate se disfrazó de goleador y convirtió uno de los mejores goles que
se hayan visto en las pichangas vespertinas que solíamos jugar con los amigos
del barrio en la zona conocida como “la baldosa”. Había sido un tremendo
zapatazo. Un golpe seco de pierna derecha que impulsó el balón con tal velocidad que el buen
portero Mota solo la vio pasar. Esa tarde me lamenté de no haberlo elegido para
conformar mi equipo. Usualmente él, junto al gordito “Noni” esperaban hasta el
final para ser incluidos en alguna escuadra. Por la noche, nos reunimos – como
era costumbre - en el frontis de mi casa
a rememorar nuestras batallas futboleras hasta altas horas. Pepito no se
cansaba de explicar la manera en que había golpeado el balón para que obtuviese
una trayectoria imparable. Eran las vacaciones escolares de medio año de 1994; hace no mucho que Brasil
se había coronado campeón Mundial de fútbol en el Torneo realizado en Estados
Unidos, así que el balompié nos carcomía el coco. Pasábamos gran parte del día hablando de los cracks del momento, tratando
de imitar sus jugadas acrobáticas durante nuestras pichangas e intercambiando
figuritas en nuestro afán por completar el álbum mundialista. Para Pepito
Zárate esa había sido una jornada memorable. Sus ojitos de colibrí brillaban en
la noche, desnudando la emoción de su alma. No recuerdo haberlo visto tan feliz
como aquél día…Ni siquiera cuando terminaba como campeón de los torneos de
ajedrez que Jaime Alvarado organizada en el barrio para promover el deporte
ciencia. En el primer recreo del reinicio
de clases, Pepito trató de repetir su magistral jugada una y otra vez. En la
escuela reconocían sus habilidades oratorias, esa facilidad que tenía para
hilvanar ideas con fluidez sobre diversos temas, pero nadie lo tenía como un anotador de goles.
Sin embargo Zárate había ganado moral a raíz de aquél golazo. Tomó el balón y
se paró en el centro del campo. “¡A ver quién tapa!”. Carlos Albújar, portero
oficial del Quinto “D” aceptó el reto y corrió hacia el pórtico de fierro.
Ubicado como un guardameta experimentado se frotó las manos en señal de que
estaba listo para recibir el disparo de Pepito. Durante unos minutos el colegio
se detuvo a mirar lo que acontecía en el campo deportivo. El primer remate fue
contenido con facilidad. “Estoy calentando”. Luego del quinto disparo Pepito
Zárate había calentado tanto que podía freírse un huevo en su rostro. Algunas gotas
de sudor bajaban de su cabeza a la altura de las patillas; lucía sofocado pero
aún con fuerzas para ejecutar un remate más. El golero Albújar, en cambio,
estaba tranquilo, confiado en que aunque Pepito patera cien disparos nunca anotaría
un gol. La multitud estudiantil permanecía atenta al desenlace. Una vez
más Zárate retrocedió para tomar vuelo y
emprendió una acelerada carrera en puntillas; esta vez decidió meterle un
puntazo al balón, elevándolo dos metros por encima del arco. La pelota siguió
una trayectoria perpendicular hasta terminar incrustada como un misil en la
oficina de secretaría luego de destrozar los cristales. Pepito Zárate fue suspendido una semana de la
escuela. En casa, su padre le propinó tremenda tunda de latigazos y le prohibió
salir a la calle durante un mes. Cuando pasó el tiempo del castigo fuimos a
buscarlo. Nos paramos frente a su puerta y lanzamos silbidos de guerra
acompañados de nuestro llamado característico: “Pepito para jugarrrrrrrr”. “Pepito
para jugarrrrr”.Pero Pepito Zárate nunca respondió. Ni siquiera se asomó a la
ventana para darnos el santo y seña que significaba que debíamos aguardarlo agazapados
en los arbustos del narigón Fernando.
La segunda mitad de nuestro
último año escolar pareció correr más rápido. Vivíamos tan ajetreados
resolviendo las tareas que los ‘profes’ dejaban a diario - como si trataran de vengarse por los cinco
años que los habíamos hecho padecer -
que no hubo tiempo para despedirnos del terral de la avenida Aviación
con una aguerrida pichanga de fútbol. Una mañana de Septiembre la maquinaria
pesada del Municipio se apostó en nuestro fortín futbolero y enterró gran parte
de nuestra infancia, dejándonos el corazón hecho añicos. Pepito Zárate se
mostró insensible ante nuestra congoja. Después
de aquella mala jornada que le costó la expulsión de la escuela no quiso volver
a compartir momentos de tertulia con el grupo, ni siquiera participó del torneo
de ajedrez por el día de la juventud que organizó Jaime Alvarado y premió, como
nunca antes, con veinte nuevos soles al ganador. Tampoco lo vimos como otros
años reventando cohetones la noche de navidad ni quemó el tradicional muñeco
para recibir el nuevo año. El “cabezón” Alán, a quien Pepito consideraba como
su mejor amigo, pudo hablar con él una tarde. En una plática que se prolongó
hasta el anochecer, le contó su decisión de no volver a patear un balón de
fútbol. “Hay que dedicar el tiempo a cosas importantes. Yo quiero ser un buen
profesional”. Pepito Zárate se había
dedicado los últimos meses a ‘chancar’ duro. Sobre su mesa de estudios habían
libros de algebra, geometría, física elemental, química y varios prospectos de
diferentes universidades del país. Su objetivo era conseguir en su primera
postulación, una de las vacantes a la carrera de Derecho en la Universidad Nacional
de Trujillo. Por entonces, nadie en el grupo se preocupaba por definir ese tema; aquél era un asunto que tendría que
“caer por su propio peso”.