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miércoles, 15 de julio de 2015

TODOS TENEMOS UN AMIGO COMANDO


El gordo “Tele” gritó el gol de ‘Pepito’ con tal fervor que su gruesa voz se dejó oír hasta la prolongación de las calles vecinas. ¡Golazo! ¡Sí señores! ¡Golazo!. El “Gordo” solía ser un fiel aficionado de nuestras pichangas; no era el único, pero sí el más efusivo. A ‘Pepito’ no le cabía la alegría en el pecho y brincaba repetidamente sobre el terral  de la avenida Aviación celebrando su conquista como si aquél gol suyo le estuviese dando el título del Descentralizado al equipo de  Alianza Lima (del cual era hincha), luego de dieciocho años de sequía. En ese momento, Pepito Zárate se disfrazó de goleador y convirtió uno de los mejores goles que se hayan visto en las pichangas vespertinas que solíamos jugar con los amigos del barrio en la zona conocida como “la baldosa”. Había sido un tremendo zapatazo. Un golpe seco de pierna derecha que impulsó  el balón con tal velocidad que el buen portero Mota solo la vio pasar. Esa tarde me lamenté de no haberlo elegido para conformar mi equipo. Usualmente él, junto al gordito “Noni” esperaban hasta el final para ser incluidos en alguna escuadra. Por la noche, nos reunimos – como era costumbre -  en el frontis de mi casa a rememorar nuestras batallas futboleras hasta altas horas. Pepito no se cansaba de explicar la manera en que había golpeado el balón para que obtuviese una trayectoria imparable. Eran las vacaciones escolares  de medio año de 1994; hace no mucho que Brasil se había coronado campeón Mundial de fútbol en el Torneo realizado en Estados Unidos, así que el balompié nos carcomía el coco. Pasábamos gran parte del día  hablando de los cracks del momento, tratando de imitar sus jugadas acrobáticas durante nuestras pichangas e intercambiando figuritas en nuestro afán por completar el álbum mundialista. Para Pepito Zárate esa había sido una jornada memorable. Sus ojitos de colibrí brillaban en la noche, desnudando la emoción de su alma. No recuerdo haberlo visto tan feliz como aquél día…Ni siquiera cuando terminaba como campeón de los torneos de ajedrez que Jaime Alvarado organizada en el barrio para promover el deporte ciencia.  En el primer recreo del reinicio de clases, Pepito trató de repetir su magistral jugada una y otra vez. En la escuela reconocían sus habilidades oratorias, esa facilidad que tenía para hilvanar ideas con fluidez sobre diversos temas,  pero nadie lo tenía como un anotador de goles. Sin embargo Zárate había ganado moral a raíz de aquél golazo. Tomó el balón y se paró en el centro del campo. “¡A ver quién tapa!”. Carlos Albújar, portero oficial del Quinto “D” aceptó el reto y corrió hacia el pórtico de fierro. Ubicado como un guardameta experimentado se frotó las manos en señal de que estaba listo para recibir el disparo de Pepito. Durante unos minutos el colegio se detuvo a mirar lo que acontecía en el campo deportivo. El primer remate fue contenido con facilidad. “Estoy calentando”. Luego del quinto disparo Pepito Zárate había calentado tanto que podía freírse un huevo en su rostro. Algunas gotas de sudor bajaban de su cabeza a la altura de las patillas; lucía sofocado pero aún con fuerzas para ejecutar un remate más. El golero Albújar, en cambio, estaba tranquilo, confiado en que aunque Pepito patera cien disparos nunca anotaría un gol. La multitud estudiantil permanecía atenta al desenlace. Una vez más  Zárate retrocedió para tomar vuelo y emprendió una acelerada carrera en puntillas; esta vez decidió meterle un puntazo al balón, elevándolo dos metros por encima del arco. La pelota siguió una trayectoria perpendicular hasta terminar incrustada como un misil en la oficina de secretaría luego de destrozar los cristales.  Pepito Zárate fue suspendido una semana de la escuela. En casa, su padre le propinó tremenda tunda de latigazos y le prohibió salir a la calle durante un mes. Cuando pasó el tiempo del castigo fuimos a buscarlo. Nos paramos frente a su puerta y lanzamos silbidos de guerra acompañados de nuestro llamado característico: “Pepito para jugarrrrrrrr”. “Pepito para jugarrrrr”.Pero Pepito Zárate nunca respondió. Ni siquiera se asomó a la ventana para darnos el santo y seña que significaba que debíamos aguardarlo agazapados en los arbustos  del narigón Fernando.
La segunda mitad de nuestro último año escolar pareció correr más rápido. Vivíamos tan ajetreados resolviendo las tareas que los ‘profes’ dejaban a diario -  como si trataran de vengarse por los cinco años que los habíamos hecho padecer -   que no hubo tiempo para despedirnos del terral de la avenida Aviación con una aguerrida pichanga de fútbol. Una mañana de Septiembre la maquinaria pesada del Municipio se apostó en nuestro fortín futbolero y enterró gran parte de nuestra infancia, dejándonos el corazón hecho añicos. Pepito Zárate se mostró insensible ante nuestra congoja.  Después de aquella mala jornada que le costó la expulsión de la escuela no quiso volver a compartir momentos de tertulia con el grupo, ni siquiera participó del torneo de ajedrez por el día de la juventud que organizó Jaime Alvarado y premió, como nunca antes, con veinte nuevos soles al ganador. Tampoco lo vimos como otros años reventando cohetones la noche de navidad ni quemó el tradicional muñeco para recibir el nuevo año. El “cabezón” Alán, a quien Pepito consideraba como su mejor amigo, pudo hablar con él una tarde. En una plática que se prolongó hasta el anochecer, le contó su decisión de no volver a patear un balón de fútbol. “Hay que dedicar el tiempo a cosas importantes. Yo quiero ser un buen profesional”.  Pepito Zárate se había dedicado los últimos meses a ‘chancar’ duro. Sobre su mesa de estudios habían libros de algebra, geometría, física elemental, química y varios prospectos de diferentes universidades del país. Su objetivo era conseguir en su primera postulación, una de las vacantes a la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Trujillo. Por entonces, nadie en el grupo se preocupaba por definir  ese tema; aquél era un asunto que tendría que “caer por su propio peso”.