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sábado, 31 de mayo de 2014

Después del Terremoto del 70

Juan Antonio Alvarez Gavidia

El terremoto del 70 trajo muerte, pobreza y desolación a nuestro departamento; y además atroz para quienes quedaron aislados en los pequeños pueblos de la serranía ancashina, sin provisiones, ni primeros auxilios, teniendo que afrontar en solitario el desastre.

Este es un testimonio de un hombre de tren, el maquinista de autovagón Inocente Loyola Agurto, que atravesó la Cordillera Negra a pie, se refugió en cuevas, hizo frente al hambre con plantas y caminó bajo la gélida noche que lo golpeaba con el granizo, con tal de salvar su vida.



Te voy a contar algo que quizá te interese sobre el terremoto del 70. Por entonces yo era el maquinista de los autovagones que iban de Chimbote a Huallanca y viceversa. El sábado 30 de mayo de ese trágico año, llevé a una delegación de turistas a Huallanca, y al día siguiente los estaría trayendo de regreso a Chimbote. Los fines de semana, no trabajaban las máquinas Diesel Alco, sólo los autovagones, para atender la demanda turística. La hora de retorno era a las 3: 30 pm del domingo. Todo estaba listo. Mientras esperaba la hora, me entretenía con mis amigos jugando a las cartas en una bodega. De pronto, ya faltando cinco minutos para la partida, empezaron a moverse las cosas. Imaginamos que era un temblor débil, por eso esperamos sentados que pase; sin embargo, no paró, la tierra siguió moviéndose cada vez con mayor intensidad y las cosas empezaron a caerse. Salimos con las justas porque el techo de adobe de la bodega se derrumbó. La gente gritaba y corría de un lado a otro, muchos se accidentaron y una chica murió al caerle encima la pared de su casa. Se escuchaba un ruido ahogado que venía desde más allá de los cerros: el terremoto del 70 había estremecido Ancash.


Imaginamos que luego del movimiento telúrico lo peor ya había pasado, pero estuvimos equivocados, lo peor estaba por venir. Como te puedes imaginar, ya no podíamos hacer uso de los autovagones porque el terremoto destruyó gran parte de la ruta ferroviaria. No tuvimos otra opción que esperar ayuda, pero esta no llegó. Estuvimos ocho días aguardándola, aislados del mundo. Cuando se acabaron los alimentos y provisiones en Huallanca la gente no sabía qué hacer. Todos en el pueblo se dedicaban al comercio y ahora sin el tren, la ciudad estaba desabastecida. Tuve que salir de ahí, quizá la ayuda llegaría para todos y nunca para nosotros, no podía esperar tanto tiempo. Tenía una familia por la cual preocuparme y la que tampoco sabía nada de mí. Podrían estar muertos. Pensar en eso era espantoso, pero cabía esa posibilidad, pues la rudeza del terremoto era evidente. Junto a mi ayudante del autovagón tomamos la decisión de salir para Huaylas, donde se encontraba la Hidroeléctrica. Apuramos el paso a las 5 de la mañana y recién a la 1 de la tarde llegamos a nuestro destino. Suponíamos que algún helicóptero de rescate llegaría para socorrer a los trabajadores de la Central Hidroeléctrica, pero eso no había ocurrido. En Huaylas encontramos a cinco personas que buscaban con desesperación regresar a Chimbote pero no sabían cómo. Quizá por Huaraz, pero por allí debía andar jodida la cosa también. De entre la montonera de gente apareció alguien que nos dijo que cruzando la Cordillera Negra al día siguiente por la mañana, podíamos llegar al pueblo de Santa Ana que está cerca de Lacramarca, por donde se origina el río del mismo nombre. De seguro que allí encontraríamos ayuda y nos sería más fácil regresar. Nos convencimos de que esa era la manera de llegar a Chimbote, pero antes teníamos que buscar alimento y un guía. Después de una intensa búsqueda, dimos con dos ancianos que nos brindaron posada, y una deliciosa sopa de huevos. Los abuelitos nos recomendaron un guía, hablamos con él, y nos dijo que sólo nos llevaría hasta la cumbre en la mañana, y que desde ahí sería más fácil bajar y llegar a Santa Ana esa misma tarde. Partimos a las 5:30 de la mañana rumbo a la cumbre, el camino era agreste y rocoso, apoyándonos unos a otros, pudimos superar el trayecto. A la 1:00 pm estuvimos en la cima de la Cordillera Negra. Según lo acordado, nuestro guía se despidió y en adelante nos tocó seguir solos.

Después de reposar media hora iniciamos otra vez la caravana. Había que cortar camino para avanzar más rápido, pues no queríamos que la noche nos sorprendiera en medio de las montañas. Divisamos un sendero estrecho que bajaba en zic zac. Por allí seguimos y nos ahorramos mucho tiempo, pues a ratos bajábamos corriendo, con mucho cuidado sí, para no resbalar. Los cinco kilómetros que habían hasta la carretera lo hicimos en 40 minutos. Eso nos entusiasmó. Pensé que si manteníamos ese ritmo muy pronto estaríamos contentos almorzando en Santa Ana, pero no fue así. Luego de caminar durante horas, el sol ya empezaba a ocultarse, pero las montañas seguían cubriéndolo todo, sin verse en el horizonte rastro alguno de vida. Cuando dieron las 6 de la tarde el panorama empeoró. El cansancio hizo mella en uno de los nuestros, quien empezó a caminar arrastrando los pies; a otro la altura le produjo soroche. La situación era terrible. Por suerte frente a nosotros divisamos una cueva, oscura como lo son todas, tenebrosa y quién sabe si con algún animal dentro. La noche había llegado, así que no tuvimos otra elección que guarecernos allí. Sin embargo; la suerte no duraría mucho. Recogimos paja e hicimos fuego para abrigarnos, pero el frío podía más, calaba en los huesos haciéndonos tiritar. Era una situación angustiosa, nadie pudo dormir. Amanecer allí dentro podía significar la muerte. Así que decidimos salir, sí, salir. El frío se sentía como punzadas en los huesos, y afuera iba a ser peor, pero mantenernos en movimiento, concentrados en nuestro objetivo podía hacer que nos olvidemos de la helada. Además contábamos con una linterna a pilas de uno de los compañeros, eso bastaría para alumbrarnos en la penumbra. ¡Teníamos que arriesgar! A la una de la madrugada nos echamos a andar de nuevo. Era una noche negra, de aquellas donde no puedes ver más allá de tus narices; afortunadamente teníamos la linterna, sin ella hubiésemos tropezado y caído al barranco. De pronto empezó a granizar y todo se puso color de hormiga, algunos dejaban sentir su miedo. Yo trataba de hacerme el duro y les pedía que no se rindieran. ¡Ha de faltar poco, hay que seguir!, les decía. El camino se enlodó y así se hizo difícil nuestro desplazamiento. Pero seguimos avanzando sin dejar que nuestra esperanza se derrumbara. La carretera nos llevó al pie de una subida. Algunos tuvieron ganas de rendirse. Otra vez tuve que pedirles un poco más de esfuerzo. Nuestras familias nos esperaban. Seguimos el camino empinado, el único que nos haría atravesar los cerros. Fue una subida de casi 3 km. en zic zac; ya casi al llegar a la cima escuchamos el silbido alegre de los pajaritos que acompañaban el clarear de la mañana. Debíamos estar cerca a nuestro destino. A las 6:00 a.m. estuvimos en lo más alto; descansamos un rato y volvimos a bajar. El trayecto duró dos horas. Durante ese tiempo no vimos rastro de nadie, salvo la solitaria carretera. Al llegar a ella, caminamos y caminamos, con la esperanza de encontrar algo que nos aliente a seguir, pero nada. En nuestra desesperación subimos a una loma para mirar hacia el horizonte. A lo lejos distinguimos unas casitas diminutas. Pensamos que se trataba de la prometida Santa Ana, que empezaba a asomarse. Acordamos seguir ese rumbo, sin imaginar que nos toparíamos con muchos más obstáculos en esta difícil aventura. A mitad del camino la carretera estaba totalmente borrada por la tierra y gigantescas rocas que habían caído de los cerros. Al no haber carretera corríamos el riesgo de perdernos. Sin embargo, alguien del grupo dijo poder guiarnos. Este hombre tomó un palito y empezó a hundirlo en la tierra. “Si la tierra está dura, podremos seguir, si está suave, será el lado equivocado”. Así fue nuestro camino hasta llegar a ese pueblo que habíamos divisado desde lejos: pero no era Santa Ana, sino otro llamado Callhuash. Llegamos a las 11 a.m., amenazados por un hambre colosal, pues no habíamos comido nada desde la última sopa de huevos de hace dos noches. Pero así como nosotros moríamos por un poco de comida, los pueblerinos de Callhuash pasaban las mismas penurias. Sólo encontramos mujeres y niños en el pueblo. Los hombres, en un acto desesperado, habían ido a buscar comida hasta Jimbe, donde imaginaban que estaban prestando ayuda a los damnificados. Nuestra esperanza de alimentarnos se desvaneció por completo. Eso significaba que debíamos seguir adelante con el estómago vacío. Las señoras del pueblo nos mostraron qué ruta tomar para llegar a nuestro destino. Según ellas debíamos continuar cuesta abajo hasta encontrar un camino en herradura que nos llevaría a Santa Ana. Ya no tendríamos que subir, sólo bajar. Partimos al mediodía, hambrientos. Por eso cuando en el camino vimos unas plantas medicinales llamadas berros, no dudamos en comer las hojas. El sabor era desagradable, pero en esa situación cualquier cosa era buena con tal de engañar al estómago.

Después de seis horas de andar a salto de mata, comiendo berros y con el cuerpo venido a menos por el trajín, pudimos divisar a lo lejos chacras, como si fuese un oasis en un desierto. Nos acercamos tanto como pudimos. La tarde estaba por culminar, y al fin pisamos suelo de Santa Ana. Buscábamos un lugar donde comprar alimento, galletas, conservas, gaseosas, algo que nos calmara el hambre. Teníamos dinero, pero cuando llegamos a la bodega del pueblo, se negaron a vendernos. A pesar que les contamos nuestra odisea, nadie se inmutó y no pudimos comprar, pues la gente del lugar guardaba sus víveres celosamente, ya que no sabían cuándo retornarían los distribuidores con más productos. Buscamos que alguien nos prepare algo de comer pero obtuvimos la misma indiferencia. Todos nos miramos las caras, desesperanzados y fuimos a andar hasta llegar a una iglesia derruida, donde nos sentamos a descansar. De pronto escuchamos un carro acercarse, era una camioneta Chevrolet de la Corporación Peruana del Santa, la empresa donde yo trabajaba como maquinista del autovagón. Lo paré y le conté mi historia, el chofer me conocía porque trabajábamos para la misma empresa. Charlamos y prometió volver luego de entregar unas herramientas en un campamento, unos kilómetros más arriba, donde se estaba reparando las carreteras destruidas. “No tardo más de media hora”, me dijo. Fue la media horas más larga de mi vida, pero cumplió su palabra y regresó. Parecía que al fin emprendíamos tranquilos nuestro viaje de regreso, cuando el chofer recordó que se había olvidado de llevar una herramienta al campamento. Nos hicieron bajar en el pueblo de Lacramarca, prometiendo que regresarían por nosotros. Dieron las 7:30 de la noche y nada. Vimos pasar un auto, un Toyota, que traía gente desde la costa. La verdad que después del trato que nos había dado la gente durante toda nuestra aventura, ya no confiábamos en su apoyo. El auto paró, y el conductor nos dijo que estaba llevando a esa gente a Santa Ana para reunirse con sus familiares, que esperásemos media hora y regresaría por nosotros. Eso ya lo habíamos escuchado, pero gracias al cielo que el hombre regresó. Nos acomodamos aunque no lo creas, tres adelante, y cuatro detrás. Eran las 8 de la noche, y pudimos llegar a nuestro Chimbote al fin a las 11. Pero para mí, todavía no había terminado. Llegué con miedo de no poder encontrar a mi familia. Al llegar a casa experimenté una doble sensación: Una gran alegría porque los encontré a todos ilesos, pero también una gran tristeza porque nuestra casa estaba totalmente destruida. Sin embargo, la vida me daba la oportunidad de tener a mi familia completa, unida y con ganas de volver a empezar.

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