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lunes, 6 de junio de 2011

EL AMANECER SE LLEVO LAS VOCES

La noche del lunes dieciocho de abril todos – excepto Leoncio - se reunieron en casa de Susana Hurtado para ultimar detalles sobre el campamento. Hasta ese día el destino elegido para acampar había sido la playa de Tortugas, un concurrido balneario del distrito de Casma, a sólo cuarenta y cinco minutos de Chimbote en automóvil. Sin embargo, el otro destino, aquél extraño vagabundo, a veces sabio, a veces cruel; acostumbrado a servir la mesa siempre con anticipación, tenía preparado un banquete distinto para los jóvenes campistas. Un itinerario condimentado con un extravagante final que nadie ha sabido explicar.

Karina Gonzáles, prima hermana de Susana, cumplía años el viernes veintidós de abril. Coincidentemente, por curiosidades en la variación del calendario católico, la fecha de su onomástico estaba enmarcada dentro de los siete días que el catolicismo reserva en el año para conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo (Semana Santa). Sí, Viernes Santo. Fecha en la que, como todos saben, se revive la crucifixión del buen Jesús. La idea de salir de la ciudad para acampar se fabricó en la mente de las primas la semana anterior, unos días después de que Karina arribara a Chimbote proveniente de Lima - donde estudiaba diseño gráfico y hacía Part Time en una prestigiosa editorial - decidida a pasar unas alegres y divertidas vacaciones en el puerto.


A las 10:30 p.m. de aquél lunes, luego de pasar cerca de dos horas compartiendo anécdotas sobre excursiones pasadas y riendo de la manera más jovial y despreocupada, mientras planificaban cada uno de los detalles del paseo (preparar la lista de provisiones, buscar el equipamiento de carpas y bolsas de dormir, ver la manera de agenciarse de leña y un pequeño equipo de sonido), los cinco jóvenes consideraron que todo había quedado resuelto para el viaje. La salida sería el jueves por la tarde, luego del almuerzo. Un día antes se reunirían por la mañana para hacer las compras respectivas. El punto de encuentro volvería a ser, desde luego, la casa de Susana, quien esa noche trató, sin mayor fortuna, de convencer a otros amigos por el Messenger de unirse a la excursión. Susy, como la llamaban sus amistades más cercanas, tenía veinte años y poseía un hermoso cabello ensortijado al que hace unos días le había dado un toque de modernidad con unas iluminaciones doradas. En poco más de un año iba a graduarse de enfermera. Su sonrisa era amplia y transparente; los anteojos que usaba con regular frecuencia le proporcionaban a su rostro ovalado un aire de sensualidad escondida que la hacían verse intelectual y atractiva a la vez. Atenta y recatada, Susy ofreció a sus amigos unas ciruelas dulces, antes de abandonar la casa. Pedro Ordoñez y Lucho Alvarado estuvieron a las ganadas con la fruta, mientras que Andrés Saldaña apenas y probó un ciruelo. Aunque en la mente de más de uno recorría la interrogante de saber quién era Leoncio, sólo Pedro, fiel a su estilo jacarandoso, se animó a preguntar: “¿Y a todo esto, quién chu… es Leoncio?”. La única persona que podía responder a esa interrogante era Susana; sin embargo apenas y se animó a dar una breve referencia del personaje desconocido: “Es un buen amigo, ya lo conocerán”. Nadie imaginaba en ese momento que los planes cambiarían de repente. Que no verían el amanecer en la playa ni disfrutarían del oleaje majestuoso del mar. Nadie vio en sueños ese otro lugar en el que terminaron acampando. Ninguno tuvo el más mínimo presentimiento de lo que podría ocurrir la madrugada de aquél viernes, del peligro latente; ni siquiera Andrés, a quien en reiteradas ocasiones sus visiones nocturnas le habían valido para esquivar el riesgo o estar al menos preparado y afrontarlo con sabiduría, pudo saber de algo con anticipación.

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Pedro y Lucho se acompañaron en el retorno a casa esa noche, tal y como ocurrió durante el tiempo de la escuela, época en la que regresaban a sus hogares más allá de las dos de la tarde, luego de pasar la mañana en el colegio Parroquial Antonio Raymondi, donde compartieron salón de clase toda su vida escolar. Sus viviendas, ubicadas en la quinta cuadra del Jirón Olaya, estaban separadas por un inmueble que recientemente se había convertido en un concurrido restaurant, pero que antes fue dejado por sus dueños en manos de la monstruosidad del tiempo. Los años de abandono le habían otorgado al lugar un aspecto cavernario, con paredes derruidas y el techo en eminente peligro de desplomarse. La desolación de la vivienda despertó en Lucho, siendo aún un mozalbete de once años, una fascinación que se convirtió pronto en un poderoso deseo de conquista.
- Oye Pedro por qué no vemos que hay dentro de la casa abandonada, le propuso a su amigo una sofocante noche de Enero.
- ¡Estás loco! Allí penan. No, yo no voy. Anda solo si quieres.
- No seas maricón. Sí para eso vamos a entrar. A ver a los fantasmas…

Pedro le quedó mirando sin saber qué responder. Cuando reaccionó de aquél estado hipnótico y trató de decir algo ya tenía los dos pies dentro de la casa.
- Oye por qué me empujas…Si te he dicho que no quiero entrar.
- ¡Shi! ¡shi. ¡Silencio! Que vas a espantar a los fantasmas…

Lucho demostró desde niño tener la traza de un explorador empedernido. Por entonces medía unos cuantos centímetros más que el resto de sus amigos, diferencia que se incrementó cuando alcanzó la adolescencia y se estiró más allá del metro setenta. La noche que ingresó, junto a Pedro, en la casa abandonada acarició la felicidad y no tardó en declarar soberanamente que aquél lugar le pertenecía a él y a su acompañante, por haber sido ellos quienes se arriesgaron a penetrarla, cuando el resto de niños sentía pavor de asomarse, siquiera, a la puerta. Adoraba el riesgo y muchas de sus aventuras estaban inspiradas en las odiseas de las deidades del Olimpo y toda su cofradía. Su fanatismo por la mitología griega lo llevó a emprender uno de los episodios más apasionados de su vida: la literatura. A pesar que en el último año había dejado reposar el manuscrito de su primera novela titulada: “La rebelión de los Minotauros” - una de esas tramas confusas y enredadas de un escritor aprendiz - tenía en mente retomar la escritura de su obra la primavera entrante, luego de culminar sus estudios de economía en la Universidad Nacional de Trujillo. Así se lo había confesado a Pedro bajo la negrura del final de aquél Lunes, mientras recorrían calles por las que anduvieron toda su vida; avenidas y jirones que conocían de sus travesuras infantiles, silenciosos testigos de sus andanzas trasnochadas en su acalorada adolescencia y parte de aquella juventud que resultó siendo tan corta. Aunque Ordoñez no compartía el gusto literario de su amigo, siempre prestaba atención a lo que él le contaba, a los sueños y anhelos plasmados en un discurso apasionado que lo adormitaba a veces, pero que no dejaba de escuchar. Ambos estaban iniciando una nueva etapa en sus vidas cuando sus voces se apagaron. Pedro tenía dos semanas trabajando en un conocido Laboratorio Clínico de la ciudad; desde entonces se encargaba de recoger las muestras de heces, sangre y orín de los clientes; algo que no le incomodaba y que, por el contrario, consideraba como el noble ejercicio de su profesión de Laboratorista. Por su parte Lucho Alvarado no cabía de contento con su reciente ingreso al BCR (Banco Central de Reserva) de Trujillo para realizar prácticas pre – profesionales. Ese era el primer paso de todo un plan estratégico que había diseñado con la finalidad de lograr un ascenso escalonado que lo hubiese llevado a convertirse - en unos años - en un exitoso gerente de la institución financiera. Mientras sus pasos los iban acercando a casa, afloraba en el aire un racimo de recuerdos, las vivencias infantiles cobraban vida con su aliento llenándoles el corazón, por momentos, de nostalgia. Sus bocas no dejaron de abrirse, de parlar infinidad de cosas, de alucinar con el campamento del fin de semana largo. Aún debían conseguir una carpa y el tiempo no era su mejor aliado en ese momento. Lucho retornaba a Trujillo por la mañana para cumplir con sus múltiples obligaciones académicas en la universidad y estaría de vuelta recién el jueves al mediodía, con la hora justa para salir hacia la playa. Pedro estaba amarrado a un horario de trabajo que lo dejaba libre recién pasada las ocho de la noche, y veía muy difícil darse una escapada del Laboratorio y salir en busca del implemento faltante.
- Si no conseguimos carpa dormiremos en la arena abrazaditos, sugirió graciosamente Ordoñez.
- Dormirás tú pendejo, yo me acomodo con Susana y Karina y tú te quedas fuera con Andrés y el tal Leoncio…
- Ja, ja, ja, ja, ja.. Mejor vamos a dormir que estamos hablando cojudeces, ya veremos cómo nos las arreglamos ese día.

Antes de ingresar a sus viviendas, los amigos se trabaron en un abrazo efusivo y un apretón de manos muy varonil. Luego de desearse éxitos y parabienes convinieron en verse el jueves al mediodía en casa de Susana. Una vez acuartelado en su habitación, Lucho encendió la laptop y pasó varios minutos respondiendo a los comentarios que sus amigos le enviaban al Facebook, antes de cerrar la sesión dejó escrito en su muro: “Le voy a meter terror al campamento”; cerca de la una de la madrugada se quitó los zapatos, la camisa y el pesado jean que traía puesto, se tendió sobre su cama y no tardó más de dos minutos en dejarse atrapar por un sueño soporífero. Pedro, en cambio, tenía un hábito formal para dormir. Usaba un pijama azul y guardaba, a los pies de su cama, un par de pantuflas afelpadas de color marrón. Esa noche, como era su costumbre, encendió la televisión e hizo zapping en busca de algo entretenido que mirar antes de dormirse. Nada lo satisfizo así que se apresuró en dejar la habitación a oscuras y cayó pronto en un pesado sueño.

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El primero en enterarse que el campamento quedaba cancelado - al menos en ese momento - fue Andrés. Susana le escribió un mensaje de texto al celular el martes por la mañana, dándole la noticia: “Andrés, mi padre ha cambiado de opinión y ya no quiere darme el permiso para ir al campamento. Te cuento más en la tarde por el Messenger”. Sin la presencia de Susy, el paseo quedaba automáticamente cancelado; lo que representaba la vuelta a ese enclaustramiento voluntario que Saldaña solía vivir todos los años por las fechas de Semana Santa. La muerte de un hermano, cuatro abuelos, dos tías y un primo en el lapso de una década habían desmoronado la sólida Fe que poesía y le abrieron grietas en el corazón a tal punto que retiró de su dormitorio la enorme Biblia que su madre le obsequió en su cumpleaños número veintidós; hasta antes de retirar el libro sagrado de su alrededor no había dejado de leer los evangelios noche a noche como una receta tranquilizadora para conciliar el sueño; sin embargo cada muerte le fue arrancando de a pocos esa espiritualidad que todos reconocían en su mirada franca y en ese entusiasmo sensato cuando hablaba de las obras de Dios; su ánimo religioso decayó hasta producirle una insatisfacción en el alma que lo llevó a renunciar a la Iglesia Cristiana donde comulgaba. Toda forma de expresión religiosa le resultaba incomprensible y vacía, tanto que en una ocasión llegó a confesar que Dios era la mentira más grande que le habían contado. A pesar de las divergencias que mostraba con las cuestiones divinas, Andrés nunca optó por llevar una vida desenfrenada, por el contrario su refugio fueron las páginas de varias novelas que releía constantemente. Truman Capote y García Márquez, sus escritores preferidos, engalanaban una pequeña colección de libros acomodados en un estante verde situado en la entrada de su dormitorio. La buena lectura se encargó de alimentar el don natural para la escritura con el que había venido al mundo; alejado de la Iglesia sus horas libres las dedicó a escribir poemas, cuentos y una novela, textos que finalmente se animó a publicar en el blog personal que creó con el fin de nutrir su ego literario, esperanzado en que algún editor se interesara por el trabajo que realizaba y le propusiera llevar al papel sus obras. En los pasadizos del ciberespacio conoció a Lucho, quien por entonces acababa de lanzar también un blog; en él dejaba notar el espíritu intrépido de su infancia, podría decirse que era una más de las tantas aventuras que emprendió, uno de esos arrebatos del alma que lo obligaban a iniciar siempre algo nuevo en su vida. Desde la primera vez que hablaron, coincidieron en gustos y aspiraciones, lo que permitió que se tejiera una amistad entre ellos. Fue a través de Alvarado que Andrés conoció a Susana, Pedro y también a Karina. Con Susy, una lectora voraz, admiradora de Agatha Christie y Allan Poe – dos autores geniales del crimen y el misterio -, trabó una cálida amistad; en realidad Saldaña se sentía muy a gusto con el nuevo círculo de amigos que estaba conociendo, por eso no dudó en aceptar la invitación que le hizo la guapa Susy para pasar el fin de semana largo acampando en la playa. La cancelación del paseó lo devolvió por unos días a ese estado lacónico del que tanto le costaba salir; sin embargo ese detalle en la sucesión de los hechos no fue más que un amago del destino que empezaba así a mostrar su mano implacable y exacta. Finalmente el jueves los planes del campamento resucitaron en la delicada voz de Susana.
- Hola Andrés, todavía quieres ir de campamento.
- ¡Por supuesto!
- Entonces ven a mi casa ahora mismo. Ya no iremos a la playa, acamparemos en Moro.
- Está bien, no hay problema con el lugar. En media hora estoy allí.

Los celulares se colgaron y una leve sonrisa brotó en el rostro de Saldaña. Apurado cerró el procesador de textos y apagó luego la laptop. Antes de recibir la llamada de Susy, trabajaba en un poema, el último que escribió y que dio fin con los siguientes versos: Ambos supimos desde el principio/que ese demonio llamado destino/vendría por mí alguna tarde.

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El jueves por fin se develó la identidad de Leoncio cuando apareció, cerca al mediodía, en casa de Susana para ultimar detalles del campamento. Llegó con un look bastante casual: camisa blanca, pantalón de pana beis y sandalias veraniegas, traía el pelo engominado y una sonrisa fresca en los labios; su mirada revelaba a un tipo sosegado, atento y cordial, pero una persona no siempre es lo que irradian sus ojos, allí radica el misterio y a su vez la trampa mortal en la que suele convertirse el ser humano. Susy lo presentó a los demás y rápidamente cayó en gracia al grupo. Cuando todos estuvieron reunidos, Karina alertó sobre la premura del tiempo y la celeridad que debían tener en cumplir con las tareas pendientes, ya que por el inesperado cambio de planes no habían podido realizar las compras para el abastecimiento; sin imaginar que lo que estaba acelerando era el trágico encuentro con la muerte. En una hoja de papel color verde estaban anotados con su puño y letra la pequeña lista de víveres que necesitaban adquirir. Antes de salir al supermercado repasaron el apunte y convinieron en hacer algunos cambios. Ante la diferencia en los gustos gastronómicos optaron porque cada quien comprara el alimento de su preferencia, así el menú sería variado. Una vez que se pusieron de acuerdo abandonaron la casa y quedaron en verse allí mismo a las cinco en punto. A Karina se le veía radiante, su hermoso cabello negro brillaba intensamente mientras apuraba el paso por las céntricas calles de Chimbote rumbo al supermercado; la nitidez de sus ojos orientales y el suave contorneo de su delgada silueta mostraban a una mujer feliz; ella tenía razones de sobra para estarlo, faltaban pocas horas para su cumpleaños, el itinerario previo al campamento marchaba viento en popa, con lo que el deseo de compartir un día tan especial en su vida con Susy, a la que apreciaba tanto como a una hermana, y dos de sus amigos más queridos (Pedro y Lucho) estaba a punto de materializarse. Eso la ponía contenta. Muy contenta.

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Las cinco de la tarde habían pasado hace varios minutos y nadie llegaba a casa de Susana como lo pactado. Las primas estaban preocupadas por la tardanza de los chicos, temiendo que a última hora hubiesen dado marcha atrás en los planes. Claro que eso hubiera sido lo mejor para ellos. Un tobillo fracturado a último momento producto de algún accidente casero, un cólico ocasionado por el mal estado de los mariscos en el almuerzo o hasta el impulso impredecible de abandonarlo todo por una salida nocturna con alguna mujer libertina; cualquier circunstancia que evitara dar la partida, emprender el viaje, salir de casa con la sonrisa puesta para entregarse a los brazos de la muerte le habría dado la vuelta a los designios del destino. ¿Pero quién puede contra ese demonio? De haber ocurrido eso ninguna de estas líneas tendría sentido.
- Lucho son más de las cinco, a qué hora piensan venir, reclamó Karina por el celular.
- Ya, ya, espera un toque que en unos minutos estamos allí.

Cerca de las 7:00 p.m. los jóvenes abordaron un taxi amarillo en las afueras de la casa de Susy; el vehículo atestado con el montón de coloridas bolsas plásticas, mochilas, bolsas de dormir, carpas y otros paquetes no tuvo cabida para albergar a todos y Andrés tuvo que hacer el camino, hasta el paradero de ómnibus, a pie. Era una distancia corta, de no más de quince minutos caminando, por lo que él mismo se ofreció voluntariamente a realizar la marcha. Quizás aquél sencillo acto de cordialidad fue una alerta de su desarrollado instinto premonitor que le estaba diciendo: “!No subas! ¡Estás en peligro! ¡Detente que te estás embarcando hacia tu final!”. Pero Saldaña no escuchó nada de eso. Se sentía tranquilo y contento de participar en el campamento. Antes de dirigirse al terminal de transporte pasó por su casa y recogió algunas pertenencias que había olvidado, volvió a despedirse de su madre que se sorprendió al verlo de regreso tan pronto; luego, siguió a paso raudo su caminata para encontrarse con sus compañeros y emprender el viaje a Moro, un viaje que ya a esas horas parecía inevitable.

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Para llegar a Moro, uno de los nueve distritos de la Provincia del Santa ubicado a 60 kilómetros de Chimbote, los viajeros tienen tres opciones: pueden abordar uno de los ómnibus de la empresa de Transporte “El Águila”, que usualmente brinda su servicio de lunes a domingo a partir de las 5:00 a.m. hasta las 7:00 p.m. o subirse a un automóvil de la Empresa “Los Tiburones” que también atiende en el mismo horario; la otra alternativa es pagar un taxi que puede llegar a costar entre ochenta y cien nuevos soles, incluso un poco más en fechas especiales como Fiestas Patrias, las Navidades o Semana Santa.

Aquél Jueves Santo se vivía una inusual convulsión en las calles. El tráfico estaba tan alborotado que daba la impresión de que algún evento sobrenatural podría ocurrir. En los parabrisas de los vehículos de transporte público se podía leer el siguiente anuncio: “50% más por Semana Santa”. El típico incremento, por esas fechas, en el costo de los pasajes, era algo que los campistas no habían previsto. Para mala suerte (aunque luego de lo ocurrido todos pensarán que fue lo contrario), cuando los seis jóvenes llegaron al paradero de ómnibus el último vehículo ya se había marchado, así que la única opción que tenían para viajar era contratar un taxi. Susy empezaba a ponerse nerviosa al ver que nadie se ofrecía a llevarlos hasta Moro, por menos de ciento cincuenta soles, cantidad que les resultaba imposible pagar.
- Andrés, por favor piensa en algo, si no tendremos que volver a casa.
- No te preocupes Susy, dame unos minutos y resuelvo esto… Pedro, acompáñame vamos a conseguir un carro donde sea.

Veinte minutos después, asomaba un gigantesco vehículo Mercedes Benz 250 S del año 1967. Una verdadera joya de la industria automovilística de treinta caballos de fuerza y capota ancha que usualmente cubría la ruta Chimbote – Samanco y viceversa. Andrés había convencido al chofer de pagarle diez soles por cada viajero para que los trasladase hasta Moro. Un precio relativamente módico a comparación con el resto de ofertas recibidas en la noche. La única condición puesta por el conductor, fue que antes de llevarlos a su destino debía tomar el desvío hacia Nepeña, donde haría una parada rápida para descargar la mercancía atiborrada en la maletera y el techo de su vehículo. “Sólo será cuestión de minutos”, les dijo. Nadie se opuso a las condiciones impuestas y el trato quedó cerrado. Tampoco tenían otra opción. El único camino que podían haber tomado en ese momento era retornar a casa con la tristeza en los ojos y aceptar que la idea de salir de campamento era imposible, al menos en ese día.

A las 7:30 p.m. el inmenso vehículo comenzó a moverse. Lucho, Karina, Susana y Leoncio; además del montón de dotaciones que llevaban consigo, se acomodaron en la parte trasera del Mercedes Benz. Pedro y Andrés viajaban al costado del chofer. La ruta se volvió amena con las jocosas intervenciones de Alvarado y Leoncio Cuellar, quien demostró tener una picardía popular que alentaba las sonrisas de Susy y Karina. No deberían tardar más de una hora en llegar a Moro. Alicia, una simpática jovencita de corte oriental, que Lucho consideraba como una de sus mejores amigas, los esperaba para conducirlos hasta un lugar campestre tranquilo y acogedor, donde podrían armar sus carpas y celebrar el onomástico de Karina. Sin embargo la descarga en Nepeña tardó más de la cuenta. Cada circunstancia por más pequeña e insignificante que parezca tenía de antemano un propósito determinado, formaban parte de un eslabón maléfico tramado con la finalidad de apagar esas seis voces juveniles, radiantes, llenas de vida….
- Hemos tenido un retraso en el viaje, en media hora estamos allí Alicia.
- Está bien Lucho, pero no tarden demasiado que si es muy noche ya no podremos ir al campo.

Un cielo escarchado en el que podían divisarse nítidamente varias de las constelaciones los recibió en el acogedor pueblo de Moro pasadas las 9:30 p.m.. Alicia los estaba aguardando hace varios minutos en la plaza de armas. Sus ojos achinados eran dos alhajas incrustadas sabiamente en ese fino rostro de muñeca. Luego de abrazarse efusivamente con Lucho Alvarado y saludar al resto del grupo, “la chinita” dijo algo que desalentó por completo a los campistas: “Chicos lamento decirles que a esta hora es imposible llegar hasta la chacra para acampar, ninguna movilidad quiere ir hasta allá porque el camino está lleno de curvas y abismos. Pero no se preocupen mi tía tiene un jardín amplio en su casa, podemos estar allí”. Tanto bregar durante la semana, tanto lidiar con las arbitrariedades del tiempo para finalmente pasar la jornada campista en un cálido jardín doméstico. Eso no tenía sentido. De haber sabido que acamparían allí no se hubiesen empecinado en salir de Chimbote, donde podrían haber pasado una acalorada noche de discoteca o un alegre momento en casa de Susy mirando películas; cualquiera de las opciones resultaba más emocionante y entretenida que tenderse sobre el pasto verde encerrados entre cuatro paredes. Todos tenían el rostro fruncido cuando Andrés habló: “Y qué hay de ese cerro, donde está esa cruz inmensa. ¿Se puede acampar allí?”. Se trataba de “El Cerro San Cristóbal”, que tenía incrustado en su cima una inmensa cruz de metal repleta de potentes farolas que al encenderse le otorgaban un brillo esplendoroso que permitía apreciarla a varios kilómetros del pueblo. Saldaña la había estado mirando detenidamente desde la entrada a Moro.
- ¿Se puede acampar allí?, preguntó Andrés.
- Claro, ya lo hemos hechos antes, respondió cálidamente Alicia.
- Entonces qué esperamos, empecemos a subir; intervino Lucho.
- Pero antes quiero advertirles algo, replicó de nuevo “la chinita”.
- ¿Advertirnos? ¿Advertirnos de qué “Ali”? ¿Acaso hay monstruos espantosos como los personajes de la mitología griega? – volvió a decir Alvarado – Porque si es así, yo no tengo problemas en subir.
- No hay monstruos mongo… Bueno no sé si es algo malo para ustedes, pero cerca a la loma donde se puede acampar está el cementerio.
- ¿Un cementerio? ¡Eso es genial!, intervino ahora Leoncio, quien apenas escuchó la palabra “cementerio” despertó del ensimismamiento en el que había permanecido desde que llegaron a Moro.
- ¡Qué paja!, siempre quise dormir dentro de un cementerio. ¿Por qué no acampamos en él? Eso sería lo máximo.
- Ja, ja, ja, ja, Cuando no tú de loco Luchito…. Mejor apurémonos en subir que falta poco para las doce y seguro que Karina quiere recibir su cumpleaños con la fogata encendida.
- Está bien “Ali”, pero antes llévanos a un lugar donde podamos comprar unos buenos vinitos.
- Por supuesto; aquí en Moro preparan un vino exquisito.
- Eso he oído y quiero comprobarlo esta noche.
- ¿Chicas tienen algún problema en acampar cerca al cementerio?, preguntó Alicia.
- No, ninguno, respondieron las primas al unísono.

Luego de comprar los vinos, Alicia retornó a casa; antes mostró el camino que debían seguir los campistas para llegar hasta la planicie del Cerro San Cristóbal, lugar donde acamparían. Ella les daría el alcance en media hora.
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De pronto la noche se volvió cómplice del destino y tendió una capa brumosa sobre el cielo. La luna llena, que lucía radiante, se fue rindiendo ante ese manto negro que se movía fantasmalmente en las alturas, hasta colmarlo todo de oscuridad. Leoncio iba delante del grupo, detrás de él avanzaban muy pegados Lucho y Pedro; mucho más atrás caminaban Andrés, Susy y Karina. Se sentía un clima cálido, como si debajo de aquél sendero polvoriento en forma de culebrón, por el que iban subiendo, hubiese una caldera. Aquella sensación sofocante provenía del cementerio; nacía en las tumbas del campo santo por el efecto de la cal rociada sobre ellas para evitar posibles enfermedades derivadas de la descomposición. “!Allí está! ¡Allí está!”, gritó Leoncio Cuellar al divisar la cabeza de un ángel de yeso que se erigía en el umbral del arco de ingreso al cementerio. Lucho Alvarado aceleró el paso y lo alcanzó en la entrada. Juntos ingresaron a la legión de los muertos. “!Esto está bravazo!!Lo sientes Lucho!¡Lo sientes!”, hablaba eufórico Cuellar. “¿Sentir qué?” respondió Alvarado, pensando que el tipo se había vuelto loco o trataba de jugarle alguna broma. Al interior del campo santo el calor se hacía más intenso…
- La energía es muy fuerte aquí. ¿No la sientes acaso?, volvió a decir Leoncio mientras recorría el lugar a paso lento.
- Puta te juro que no siento nada. Lo único es el calor de mierda que hace...
- Ven, avanza; por aquí la sensación es más fuerte.

Una vereda angosta maltratada por los años los conducía hacia los recovecos del viejo panteón, anegado por una tristeza que iba más allá de la muerte; las tumbas lucían crudos golpes recibidos por los puñetazos del tiempo que se había traído abajo gran parte de sus estructuras de barro; el lugar parecía haber sido víctima de una profanación reciente o estar en manos del cuidado de los difuntos que allí dormitaban su sueño eterno. Pedro Ordoñez se apresuró en ingresar al campo santo para dar alcance a sus compañeros. A unos metros del arco Andrés Saldaña dudaba en seguirlo, cosa que finalmente hizo dejando en medio de la oscuridad y de un pánico azotador a Susy y Karina.
- ¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhh!!, se oyó un grito de espanto salido desde adentro del cementerio.
- ¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhh!!, volvió a oírse el alarido.

Los gritos hicieron correr cuesta arriba a las primas. Sus rostros desencajados desnudaban el pánico que estaban sintiendo; sin embargo el miedo se acrecentó al ver que de entre las tinieblas apareció una silueta que se abalanzó sobre ellas; entonces un alarido de terror brotó de sus bocas.
- ¡Tranquilas chicas!… ¡Tranquilas!… No griten, que no pasa nada, todo ha sido una broma de Leoncio; las tranquilizó Lucho al alcanzarlas, mientras sujetaba de los hombros a Susy.
- Hayyyy, ese Leo, gruñó Karina.
- Ja, ja, ja, ja, ja; sí pues se volvió loco dentro del cementerio…

Pocos segundos después aparecieron Pedro y Andrés. Al rato nada más llegó Leoncio con el rostro desfigurado y hablando quedito, casi en trance.
- !Lo vieron! !Lo vieron! Estaba allí sentado sobre el mausoleo. Tenía la cabeza rapada y los ojos saltados. Tuvieron que haberlo visto, si estaba frente a nosotros…
 Ya déjate de tonterías, allí no había nadie, respondió ofuscado Lucho.
- Sí Leoncio déjate de sonseras, nosotros hemos venido aquí para acampar y no a perseguir fantasmas, alzó la voz Karina.
- Cálmense muchachos, dejemos esta charla terrorífica para el campamento. Ya molestamos bastante a los muertos por esta noche, no vaya a ser que de verdad despierten y se las agarren contra nosotros, intervino Andrés Saldaña.
- ¡¿Pero seguro que no había nadie Andrés?¡, ¡¿Tú no viste nada?¡ preguntó Susana llena de susto.
- No había nadie Susy, no tienes de qué preocuparte…Subamos que son casi las once…

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La explanada donde acamparon se encuentra a poco más de cien metros del cementerio. Su forma circular le da la apariencia de un plato gigante, circunvalado por un muro de unos treinta centímetros. Desde allí los campistas miraban el pueblo a plenitud, las cordilleras que lo rodeaban, los angostos caminos que iban a Dios sabe dónde; la inmensa cruz, a la que se podía llegar subiendo por unas escalerillas, estaba frente a ellos irradiando una potente luz sobre sus cabezas; los nubarrones inquietos en el cielo se movían de sur a norte, aclarando a ratos la noche y oscureciéndola también por completo. Lucho, Andrés y Pedro se encargaron de armar las carpas; mientras que Leoncio, Karina y Susy desempacaron las pertenencias. Al poco rato Alicia hizo su aparición junto a Vicente, un lugareño que se ofreció a dar una mano con la fogata. “Listo, terminamos. Ahora sí, destapemos los vinos que ya me dio sed”, alentó Pedro Ordoñez una vez que las carpas estuvieron listas. Leoncio destapó la primera de las seis botellas de licor que habían comprado y probó la bebida cediéndosela luego a Andrés, quien hizo lo mismo pasando el vino a Pedro, quien a su vez cedió la botella a Lucho, dando inicio así al circular vicioso de la bebida, que sólo se detuvo cuando dieron las doce y todos se abalanzaron sobre Karina para felicitarla por su cumpleaños. El primer minuto del viernes veintidós de Abril (Viernes Santo) se inició con un mar de sonrisas en el corazón de los campistas, con gritos eufóricos que nacían en la garganta de Alvarado y Ordoñez, con los bailes sensuales de Susy y Karina a ritmo de reggaetón; finalmente los jóvenes estaban disfrutando del campamento anhelado, una efervescencia sublime les recorría las venas; se sentían tranquilos, felices del pacto trabado con la tibia noche que les abría los brazos aguardando el momento justo para traicionarlos. A los dos y media de la madrugada, cuando aún quedaba una botella llena de vino, Alicia y Vicente se retiraron a sus casas. Antes de iniciar la bajada, la chinita les advirtió de algo:
- Si escuchan que alguien les llama por sus nombres no volteen.
- ¿Llamarnos?, pero quién va a venir a llamarnos aquí si nadie nos conoce. ¿La policía acaso?. Ja,ja, ja,ja creo que te han chocado los vinos “Ali”, haces bien en irte a casa, respondió con sarcasmo Lucho.
- No estoy mareada mongo. Ustedes sólo háganme caso…Y síganla pasando bonito, se despidió.

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Alicia fue la última en verlos con vida y eso la convirtió automáticamente en la testigo clave del caso. Apenas se enteró lo que le había ocurrido a sus amigos entró en shock y fue muy difícil sacarla de aquél estado de asombro, pero la necesitábamos en sus plenas facultades pues su testimonio resultaría fundamental en el intento de esclarecer los hechos; aunque honestamente nadie ha podido atinar a dar una razón lógica que aclare lo que aconteció la madrugada de aquél viernes. Los hechos están fuera de todo contexto concebido por la mente humana. “Él tuvo la culpa. Él tuvo la culpa. Yo lo escuché cuando les dijo que deberían bajar de nuevo a ver no sé qué cosa. ¿Pero por qué tuvieron que hacerlo? ¿Por qué le hicieron caso?, repetía “Ali” mientras lloraba descontrolada.
- ¿A quién te refieres Alicia? ¿quién tuvo le culpa?, le pregunté.
- Leoncio, ese chico raro que estuvo toda la noche como loco por bajar de nuevo al cementerio.

Eso explicaba la presencia de los tres cuerpos en el panteón y descartaba la hipótesis de que alguien los condujo hasta allí a la fuerza; con la versión de Alicia quedó establecido que ellos bajaron por voluntad propia. Uno de los jóvenes, el más alto a quien identificaron como Luis Alvarado Macabeos (Lucho), estaba tirado con la boca hacia abajo sobre una fosa descolorida que le pertenecía a una mujer fallecida diez años atrás. Cuando levantaron el cadáver su rostro lucía repleto de escoriaciones; tenía además los ojos ensangrentados pero sin rastro de haber sido golpeado; a mí me dio la impresión de que Alvarado había llorado sangre. ¿Pero era eso posible? Frente a él se encontraba Pedro Ordoñez Salhuana, arrodillado con la cabeza tendida sobre un mausoleo, al que bañó con su vomito. No tenía pupilas, por lo que su mirada quedó blanqueada; en su prominente barba se podía apreciar un extraño símbolo, que interpreté como una señal diabólica. “¿Quién haya hecho esto es un maldito enfermo?”, pensé. El último de los restos encontrado en el cementerio pertenecía a Leoncio Cuellar Barrios, lo hallamos recostado sobre una cruz de madera, en una posición relativamente cómoda; al principio fue difícil reconocerlo, pues a pesar de que conservaba su evidente sonrisa desquiciada (tal y como lo describió Alicia), su cara lucía espantosa; al parecer había sido expuesto a algún tipo de fuego que desapareció su fisonomía, lo inaudito era que su cabello había quedado intacto; a sus pies se halló una cámara digital; al encenderla y comprobar que funcionaba, sentí que nos acercábamos a la verdad, lastimosamente al revisar las fotografías almacenadas en la memoria descubrimos que todas estaban negreadas; lo que sí determinamos es que Leoncio usó la máquina minutos antes de su muerte, pues el fechador registraba que las últimas imágenes fueron tomadas en el lapso de tiempo entre las 3:45 a.m. y las 3:58 a.m.

Mientras caminaba cuesta arriba rumbo a la planicie del cerro, donde presumiblemente se encontraban los restos faltantes, admito que aún le daba cabida a la hipótesis de que los responsables de los crímenes eran maniáticos asesinos, quienes perturbados por el ruido que los jóvenes hacían en su campamento llegaron hasta la colina y los mataron. Primero se toparon con Leoncio y los otros dos chicos en el cementerio y les dieron muerte, luego subieron y encontraron a las chicas con Andrés e hicieron lo mismo. Claro, eso pensé hasta antes de ver el cuerpo de Susana Hurtado. “!Qué maldito desquiciado hizo esto!”, alcé mi voz lanzando una mirada de horror sobre el cadáver que tenía frente a mis ojos; nunca antes había visto algo tan espantosamente bello. El responsable de aquél asesinato tendría que ser alguien con un profundo sentido del arte, un desquiciado que plasmó en la víctima su fascinación enfermiza por el culto a la muerte; cada vez crecía en mí la certeza de que el culpable o los culpables no podían ser humanos. La guapa Susy estaba recostada sobre el muro de la planicie con la cabeza inclinada en dirección al pueblo, tenía la pierna derecha recogida sobre su abdomen, mientras sus manos caían rendidas rozando el suelo, en una postura muy parecida a quien se acuesta en la playa para tomar un saludable baño de sol. El cálido sol de la mañana rebotaba en aquél rostro petrificado por las úlceras que se extendían en todo su ser. ¿Cómo podía haberle hecho eso sin despojarla de sus prendas? Salvo las llagas, no existían otras marcas, cortes, rasguños, señas, ni siquiera sangre, que nos hicieran inferir que Susy se enfrentó a su victimario. Los jóvenes hallados en el cementerio tampoco mostraban rasgos de enfrentamiento. ¿Cómo hicieron eso carajo? ¿Detrás de quién estábamos? Además, porqué colocarla en aquella postura tan sugerente. ¿Qué había pasado realmente esa madrugada? El estado de las víctimas desconcertaba a todo el mundo; pero aún faltaba ver más.

Karina Gonzáles, la guapa oriental que cumplía años justamente ese viernes veintidós de abril fue hallada tendida a un costado de la fogata; lucía irreconocible por el centenar de esquirlas de vidrio incrustadas en todo su cuerpo. Los fragmentos tenían una misma dimensión y forma; con toda seguridad podía decirse que se trataba de infinidad de W que parecían haber sido trabajadas con la maestría de un gran artesano. ¿Eso era lo que buscábamos? Un maldito artesano.

El último cadáver encontrado fue el de Andrés. Luego de dar varias vueltas por la planicie al fin pudimos ubicarlo a mitad de las escalerillas que conducen hacia la cruz. Al no hallar sus restos, pensé por un instante que él era el verdadero responsable de los crímenes. Siempre he oído decir que los escritores tienen un lado oscuro, una fascinación enfermiza por la muerte; quizás el alcohol, la negrura de la noche, la cercanía del cementerio podían haberlo llevado a la locura. Esa conjetura se desbarató al verlo sentado en una de las gradas de la escalerilla con los brazos apretando sus piernas. Creímos que dormía y nos acercamos para despertarlo, pero el muchacho estaba tieso como una roca; al levantarle la cabeza descubrimos que tenía el rostro transparentado, lo que dejaba ver su cráneo. A la altura del pectoral izquierdo, la piel se le hundía en una flacidez gelatinosa que hizo suponer que le habían arrancado el corazón. La autopsia demostró que todos sus órganos estaban intactos, así como el del resto de sus compañeros. Los partes médicos no han podido explicar, hasta ahora, la causa real de las muertes. No existen sospechosos, ni testigos, ni huellas, ninguna pista que nos permita acercamos a los responsables.

Rogelio, un viejo recolector de basura del pueblo, quien encontró los cadáveres y dio aviso a la policía me dijo algo la mañana del viernes antes de desaparecer: “A esos muchachitos les hicieron explotar el alma. Yo lo vi, yo vi quien lo hizo, vi al que se llevó sus voces en el amanecer; pero si te lo cuento terminaremos como ellos y eso no quiero para mí y creo que tampoco es lo que tú quieres”. El hombre no quiso decirme nada más y se marchó de Moro. Sé que pude haberlo obligarlo a que delate al responsable, pero creí en su palabra, tomé como cierto aquello de que si me contaba algo él y yo tendríamos muertes tan horribles como la de los campistas.

Antes de abandonar Moro me di una vuelta por el cementerio; dentro de él caminé despacio por todos sus rincones. La mayoría de nichos tenía grietas, pero había uno con una abertura inmensa. El tamaño de la hendidura llamó poderosamente mi atención, así que pensé en acercarme, en tratar de rescatar alguna pista del hoyo; pero al recordar las palabras del viejo Rogelio, frené y me detuve a un metro de distancia, hice la señal de la cruz y empecé a caminar cuesta abajo.


FIN


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