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lunes, 2 de julio de 2012

Remembranzas de la Olla enorme (Historia de la culinaria y gastronomía de Chimbote)



Al pescador Pedro Nolasco Díaz y su esposa doña Cayetana Benegas, oriundos de la Villa de Santa, muy bien podría considerárseles como los primigenios de la gastronomía en Chimbote. Según el historiador ancashino Dr. Félix Álvarez Brun, en su obra “Sierra de mi Perú”; Díaz y su familia comprendida por su esposa y sus hijos Pedro, Bartola y Francisco se afincaron en Chimbote allá por el año 1760, convirtiéndose en los primeros pobladores de lo que era por entonces una hermosa playa. “Díaz adoptó la resolución de quedarse con su mujer y pequeños hijos en esta playa, formando casa estable, la que fue necesario aumentar y dividir en hogares, a proporción que crecía su familia y de este modo, entre sus hijos y algunos forasteros, que se casaron con sus hijas, más sus nietos provenientes de estos matrimonios constituyeron el primer grupo humano asentado en lo que devino después en ciudad y puerto de Chimbote”, cuenta Brun.


El lugar era propicio para vivir en él, porque desde tiempos inmemoriales los recursos del mar favorecían la pesca, que se convirtió en fácil y cómodo medio de subsistencia. Al parecer Díaz siguió la línea del hombre prehistórico, cuya vivienda, por lo general, se encontraba cerca de fuentes de agua, buscando la proximidad de un río, un lago o una fuente que le calmara la sed, pero es de suponer que más tarde, esta misma agua fuera utilizada también para lavar los alimentos y posteriormente para cocerlos.

La gran cantidad de especies marinas de la prodigiosa playa (Chimbote) no sólo servían para abastecer a la Villa de Santa sino también a pueblos distantes que por temporadas llegaban hasta aquí para proveerse de pescado. Díaz solía intercambiar peces como el Mero, Lenguado, La chita (que hoy son poco accesibles para el poblador común debido a su elevado precio en los mercados), por granos de maíz, lentejas o animales que traían los forasteros. Cayetana Benegas, ama y señora de la cocina se encargaba de transformar los peces traídos por Pedro Díaz en humildes potajes que tenían el agradable sabor del pescado fresco. Ese sencillo acto de abrir el pescado, lavarlo y quitarle las vísceras, para luego cocerlo al compás de una fogata o calcinarlo con limón sin agregarle otro ingrediente fue el punto de partida de la gran variedad gastronómica marina con la que hoy cuenta el puerto de Chimbote.

El Ferrocarril, la Siderúrgica, y la Variedad Marina
Para el año 1870, transcurridos más de cien años de la llegada de Pedro Díaz, Chimbote seguía siendo un modesto caserío de pescadores que apenas contaba con 21 ranchos de caña, habitados por 39 hombres y 31 mujeres. La historia cambiaría a partir de finales de 1871 y comienzos de 1872 cuando el señor Juan Gilberto Meiggs compra las Pampas de Chimbote al Estado, elaborando el famoso plano de las sesenta manzanas de la ciudad, que luego sería aprobado por el gobierno de José Balta. A partir de allí se desató un flujo constante de inmigrantes que veían en Chimbote a la “tierra prometida”. En febrero de 1872 se colocó la primera piedra para la construcción del ferrocarril (en cuya estación empezaría a venderse luego la incomparable causa de pescado). Durante los cinco años posteriores se terminó la primera sección que comprendía 52 kilómetros de rieles que llegaban hasta la zona de Suchimán, al Noreste de Chimbote. “Este tramo permitió recoger los productos alimenticios del valle del río Santa, así como el algodón de Suchiman y Vinzos, además se traía el azúcar de la hacienda Puente Seco o Palo Seco de Dionisio Derteano”, escribe Fernando Bazán en su obra: “Chimbote en el curso de la Historia. Síntesis Cronológica”. La llegada de nuevos ingredientes puso a disposición de las cocineras mejores recursos para elaborar comidas que antes no se habían visto en la zona. La actividad culinaria se diversificó y el pescado empezó a servirse acompañado de yucas, camotes y alverjas. Aparecieron también platos con el inconfundible sabor serrano como el picante de papa con cuy, las pachamancas, el mote, el locro, los chicharrones, el choclo sancochado y muchos otros potajes que se vendían en las esquinas de las calles, en los primeros mercadillos que se habían abierto, en casas de los foráneos que se instalaron aquí y se dedicaron a vender las comidas de su tierra; Chimbote en sí se convirtió en una gran feria gastronómica. Así se dio origen a la fusión de sabores, empezó a unirse los espíritus de la gente serrana con la costeña, edificando platillos que hoy nos identifican y hacen de nuestra comida una de las ricas y diversas del Perú.

Los rieles del tren debían seguir su peregrinaje por la serranía ancashina; ese era el gran proyecto de Meiggs, que soñaba con unir la costa y la sierra para propiciar un intercambio comercial que generara progreso y prosperidad. Para hacer realidad tamaña empresa se necesitó la mano de obra calificada de extranjeros. Los chinos (culíes), intervinieron en el primer tramo del tren. Luego los ingleses a través de la Peruvian Corporation construyeron el trecho hasta Tablones, donde se colocó una estación. La presencia de estos foráneos no sólo quedó registrada en su labor mecánica, sino que llegaron portando dentro de sus maletas costumbres, estilos de vida, el sabor y modo de preparación de sus comidas. Una vez instalados en la ciudad, su arraigo se fue haciendo notorio en locales y establecimientos con nombres raros que tenían procedencia extranjera. La presencia de estas razas permitió que se integraran a la cartelera gastronómica la comida china, las pastas, las parrillas, entre otras novedades culinarias.

Cuando se creó la Corporación Peruana del Santa el 4 de Junio de 1943 Chimbote experimentó una revolución industrial que atrajo forasteros de todos lados. La ciudad se vio atiborrada de norteños provenientes en su mayoría de La Libertad, Piura, Chiclayo y Paita; llegaron también gente de la zona centro del país, capitalinos ansiosos de hacer fortuna en esta prominente tierra que le abría las puertas a todo aquél que deseaba unirse a las labores de la pesca o ser parte del ardoroso trabajo de construcción emprendido por la Corporación. Para entonces la ciudad triplicó su población, alcanzando varios miles de habitantes. El rápido incremento demográfico ocasionó una convulsión social en el puerto, lo que despertó el interés del escritor José María Arguedas, quien se instaló en la ciudad y dio vida a su obra maestra: “El Zorro de arriba y el zorro de abajo”, en la que escribe: “Chimbote es una olla enorme donde se ha echado de todo. Una de esas parihuelas que preparan los pescadores, y está hirviendo y no se sabe qué va a salir ni qué sabor va a tener”.

Las palabras de Arguedas son enteramente ciertas, aunque es una pena que él haya renunciado tempraneramente a saborear las maravillas culinarias que han brotado de la “Olla enorme” y que son reconocidas a nivel nacional. El ceviche chimbotano, plato insigne de la ciudad, es catalogado por muchos, como el mejor del país, así como se aprecia también la popular causa y el combinado, la jalea, el jugoso, el caldo de jeta, la leche de tigre que se vende en las esquinas, los añorados tiraditos de raya y la reciente innovación del Tacuchaufa, además de postres como el dulce de higos, de trigo, las cachangas y las entrañables cocadas de la desaparecida Morena. De haber probado alguna de estas delicias, seguro que a José María le hubieran entrado de nuevo las ganas de vivir.

La historia nos relata que después de la Corporación llegó la Siderurgia; la pesca alcanzó su pico más alto en la década del setenta, siendo reconocidos como el Primer Puerto Pesquero del Mundo; Chimbote siguió creciendo, ramificándose desordenadamente por sus extremos, más allá de las 60 manzanas que Meiggs diseñó, recibiendo el apelativo de un gran “Pueblo Joven”. La explosión barrial de los setenta trajo consigo la aparición de una nueva cartelera gastronómica, reinventada en función de las necesidades de las grandes mayorías. “La riqueza gastronómica de la provincia del Santa tiene su origen en la larga tradición de mariscadores y pescadores del litoral junto a los agricultores de los valles, además de los aportes de los migrantes de las provincias serranas de Áncash y de otros lugares del país. Sus cocineros aprovechan esa riqueza para preparar jaleas, jugosos, picantes, sudados, sopas, chilcanos, parihuelas, cebiches, escabeches, guisos o chicharrones, que definen la espléndida cocina del litoral ancashino’escribe Marcela Olivas Weston, arqueóloga e investigadora, directora del Museo Nacional Chavín, en su reciente publicación “Ancash, la cocina tradicional”, libro que fue presentado en octubre del año pasado y que sin duda es un compendio fundamental para entender la importancia de la gastronomía en el fortalecimiento de nuestra identidad.

La Inmigración y los Nuevos Sabores
Con la industrialización de la pesca, el apogeo de la Siderúrgica y la expansión del comercio, Chimbote inició un proceso de modernización que, aunque mal diseñado, generó expectativas sociales en todo el país, atrayendo un mayor número de inmigrantes. Pasamos en dos siglos, de ser una pequeña caleta de pescadores a convertirnos en una ciudad como la llamaría Tovar de “promisión”; sin embargo, a pesar de la bonanza económica, la población creció con un marcado agrietamiento, formándose una comunidad de gente adinerada y otra, que se desperdigaba rápidamente, de marginales. Ese panorama clasista impulsó un variopinto estilo de sabores y mezclas culinarias, mucho más curioso de lo que ya venía siendo en décadas pasadas. Aparecieron restaurantes, cafés, bares, con un estilo refinado donde acudían industriales pesqueros, gerentes y la clase política; de estos recordamos el Café, Heladería y Dulcería Rebachinni, que acaba de cumplir treinta años ; el Venecia Restaurant de la familia Venegas, el restaurant del Hotel de Turistas, para mencionar a algunos de los que aún siguen en vigencia; habría que hacer una mención especial al Restaurante “Tila”, por donde han pasado los personajes más importantes de nuestra ciudad, ya que el año pasado recibió el reconocimiento en Mistura 2011 al preparar uno los tres mejores Sanguches de chicharrón del país. Al otro lado de la mesa, haciendo gala del ingenio y creatividad para saciar el hambre de las grandes mayorías, una legión de cocineros y cocineras, expertos en el arte de las mezcolanzas culinarias no tuvieron mejor idea que unir platillos amontonando comidas, en su mayoría sobrecargadas de carbohidratos. Aparecieron a finales de los setenta una docena de triciclos adaptados para la venta de almuerzos y cenas, que se instalaron frente al muelle artesanal, pero que luego ganaron las avenidas y jirones de diferentes puntos de la ciudad. Para comer en ellos había que sentarse en unos pequeños banquitos, lo que obligaba al comensal a tener que agacharse, de allí nació el sobrenombre de “los agachados”; en estos peculiares establecimientos de comida se podía saciar el estómago más voraz con apenas un par de soles. El plato típico que se servía allí era “el morro”, una rara combinación de guisos, chaufa y tallarín chino, que rebalsaba el plato. Otro de los lugares que se volvió un clásico en los ochenta fue el quiosco de nombre “El Menú de Gastón”, que ofrecía un sabroso “estofado”, tan rico que noche a noche llegaban más de un centenar de personas hasta la segunda cuadra del jirón Tumbes, donde se había instalado este negocio que ahora cuenta con un moderno local al costado de Plaza Vea. Además aún conservan su tradición añeja las parrillas “El Chauchi”, el caldo de Jeta de la “Tía Pito”, la cevichería “El Gonzalito”, cuyo propietario dio un salto astronómico, pues pasó de ser un cevichero de la calle a convertirse en un empresario del rubro de comidas; recordamos con nostalgia la época de oro de “La Parihuela”, los inicios del “Recreo Patricia” y sus domingos festivos; el restaurante “El Palmero”, el desaparecido recreo “Leticia” en la tercera cuadra avenida Balta, entre muchos otros, pues si continuamos por el sendero de la memoria, la lista se haría interminable.

Las manifestaciones culturales, entre ellas, la gastronomía, son la mejor manera de conocer un pueblo, una ciudad, una región o un país entero. Chimbote tiene una gastronomía variada y muy particular. Ello, como ya lo mencionamos, producto de la diversidad de sus recursos, su suelo y su mar. Así que no queda más que saborearla. ¡Adelante!

Cerrando esta remembranza, que resulta ínfimamente corta para tanta tradición culinaria, el historiador Fernando Bazán Blas rescata de las marañas del pasado a dos peculiares e inéditos personajes entregados a satisfacer las exigencias culinarias de pescadores y forasteros en los sesenta.   

LA RAYITA SANCOCHADA DE DOÑA LEANDRA
En el antiguo barrio de Miramar, a la altura de la cuadra 13 de la avenida Pardo radicaba por la década del sesenta una mujer menuda, de cabellos lacios, piel cobriza, que con facilidad alcanzaba medio siglo de vida. Su nombre era Leandra y tenía ese dejo norteño típico de los hombres y mujeres que llegaban diariamente al puerto, procedentes de Piura, Paita o Chiclayo. Algunos forasteros, como ella, decidían finalmente quedarse en esta tierra que les ofrecía un aliento de prosperidad difícil de alcanzar en su terruño. Su morada era humilde, hecha de abobes y caña; tenía en su entrada una ramada de esteras sostenida por cuatro palos de bambú. En una de las vigas se colgaba un letrero de madera escrito con tiza que decía: Se vende chicha de Jora. A diferencia de otros puntos de venta de chicha en la ciudad, allí se vendía la chicha de jora colorada, típica de los pueblos de Chiclayo. Hasta la casa de Doña Leandra llegaban un buen número de pescadores para libar la bebida ancestral y jugar “cachito” (dados). Por entonces ya comenzaban a pulular en la ciudad las picanterías y cevicherías; sin embargo la gente concurría hasta el rancho de Miramar porque era uno de esos huequitos caseros en los que se podía beber sin piedad y degustar algún piqueo que la ama servía. La especialidad de Doña Leandra era “la raya sancochada”, sin más decoro que un roción de ají amarillo, sus gotas de limón y una poca de sal. Este platillo se acompañaba con yucas o camotes y servía para amenguar el hambre de los pescadores y sostenerlos en su beber empedernido. Actualmente este potaje ha desaparecido de las mesas chimbotanas, esto se debe a que luego del terremoto del setenta, la popular Leandra decidió abandonar Chimbote asustada por las constantes réplicas del sismo, y nunca más se supo de ella.

LA COLONIA DE PAITEÑOS Y LA SEÑORA GUERRA
Otro personaje del quehacer culinario en Chimbote fue la señora Guerra, quien llegó a esta tierra por el año 1963, formando parte de una comunidad de paiteños. Los hombres venidos de Paita se dedicaban a la pesca grande de pez espada, atún, mero, ojo de uva y se habían instalado en la cuarta cuadra de la avenida aviación, conocida por ese tiempo como “El Zanjón”. Doña Guerra, en cambio, vivía en un callejón a mitad de la cuadra 11 de prolongación espinar donde se alquilaban habitaciones; y vino a Chimbote, como muchos, en busca de fortuna. Esta mujer norteña hizo gala de sus artes gastronómicas durante muchos años preparando jugosos, ceviches, tiradito de raya, entre otras sabrosuras a base de pescado que se acompañaban con chicha de jora blanca y clarito. Luego, cuando los años se trajeron abajo sus ímpetus la Paiteña abandonó el negocio de las comidas y compró una casa en la urbanización El Trapecio, donde actualmente radican sus hijos; pero el sabor exquisito de sus potajes aún es recordado por los pescadores de antaño.

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