Por:
Marco Antonio Silva Mantilla
Marco Antonio Silva Mantilla
Es noche de sábado y en todas las arterias de la ciudad un gentío de jóvenes y adolescentes se alistan para salir de rumba. Los motivos sobran: El cumpleaños del amigo, la dicha porque al fin la hembrita que tanto le gustaba se decidió a darle el sí, el gran triunfo de la selección de fútbol sobre su similar de Venezuela, haber conseguido “chamba” luego de varios meses de intensa búsqueda o simplemente el deseo de querer ‘pegársela’ hasta que alumbre el gringo. En fin, una diversidad de razones y sin razones que alborotan la mente de miles de jóvenes que esperan hacerla “linda” una noche de sábado.
Richi tiene 21 años y a su edad ha recorrido todos los centros de diversión habidos en la ciudad. Los “bacanes” y los “monses”. Aquellos donde no pasa nada con las flacas y los otros donde abundan los buenos “lomos”. Él se las sabe todas, pues empezó a salir con sus “patas” del barrio “El Acero” desde que tenía dieciséis y para este tiempo cuenta con la “cancha” suficiente en cuestión de mujeres y diversión, por lo que suele sacarle el máximo provecho a un fin de semana.
Su rutina empieza a las nueve de la noche. Luego de darse un duchazo se detiene frente al ropero echándole una mirada a sus prendas. “La buena elección de la vestimenta asegura en gran medida el éxito noctámbulo”. Se prueba un par de camisas. Duda entre ponerse una a cuadros u otra con detalles estrambóticos. Finalmente se decide por un polo strech negro. “Seguro que Juaneco y el Colorao irán de a cuadros”. Richi quiere marcar la diferencia. Su atlética figura se esculpe con la ropa. Contabiliza los billetes y monedas disponibles: hay suficientes para asegurar el éxito de la faena nocturna. Durante la semana le fue bien con los cachuelos. Pintó una casa y ayudó a su tío albañil en una obra. La juerga es, a todas luces, merecida. Se mira al espejo y levanta el cabello imitando a un puercoespín. Es un look que está de moda y quien no anda a la moda está en nada. Una roseada con el desodorante spray en todo el cuerpo y listo. ¡A la calle! Los amigos ya esperan en la esquina. Este no es cualquier sábado. “Juaneco”, el integrante más joven de la collera ingresó a la policía y, por ello, no hay mejor opción para celebrar tamaño logro que visitar “El Malecón”, una concurrida zona discotequera donde acuden las mujeres más atractivas de la ciudad, ataviadas de diminutos vestidos y decididas a flirtear con el galancito mejor plantado.
En pocos minutos el taxi se estaciona frente al mar. Nadie se anima a bajar de él aún. Cientos de hombres y mujeres hormiguean en las calles que circundan el malecón. Richi desciende primero para sondear el ambiente. Él es archiconocido por esos lares. Rápidamente le da un vistazo a un par de locales y siente que el ambiente es perezoso para sus aspiraciones libertinas. Camina unos metros más y llega a la Disco - Bar “El Malecón”, ícono febril de la zona. El vigilante, un tipo que debe pesar más de cien kilos de puro músculo, vestido íntegramente de negro con un look a lo Steven Seagal lo saluda con familiaridad y le informa que esa noche desfilarán sobre la barra del local guapas señoritas en lencería. Richi se llena la boca de una sonrisa pícara. Sabe que es el lugar indicado. Una timbrada al celular de Carloncho y los compañeros se aúnan para iniciar el regodeo nocturno. Dentro del local los cuerpos transpirados, calientes, seductores, se mueven al compás de la música electrónica. El Colorao ubica una mesa libre y hacia allá van todos. “Cuatro cervezas para empezar”, lanza el pedido “Peluche”, quien ha prometido agasajar como se debe a su compadre “Juaneco” por su ingreso a la policía. El quinteto empieza a ponerse en onda con el licor. Los vasos se llenan de la espumante cerveza. El primer brindis es por el futuro policía. Uno más por la collera. ¡Salud! ¡Salud!. Luego cada quien se sirve el licor a su antojo. Cuatro cervezas más. Risas. Hileras de recuerdos flotando en el aire. Una cajetilla de cigarros aparece sobre la mesa, después un cenicero. Todos fuman y el ambiente se envuelve en una máscara de humo. Frente a ellos un grupo de chiquillas bailan alborotadas entre sí. Lucen aderezadas con coquetos enterizos que de cuando en cuando estiran para no descubrir su ropa interior. Beben pintorescos tragos y fuman cigarrillos de menta, se han maquillado como mujercitas de la noche a pesar que a ojo de buen cubero no deben tener más de diecisiete años. “Aquí ganamos”, comenta un embalado Juaneco. Las mezclas musicales no se detienen. Ritmos de moda propician una invasión de cuerpos jadeantes en la pista de baile. Richi reconoce entre la multitud a sus amigos, levanta la mano y los saluda. Algunas mujeres se le acercan y lo besan en la mejilla. “Diles que se queden”, le pide el Colorao. Pero él no se inmuta. La puntería está puesta en las mozas que tienen al frente. Otra sarta de cervezas y los primeros síntomas de la embriaguez empiezan a notarse. Carloncho se mueve como una anguila coqueta. La collera aplaude. Las chiquillas sonríen al verlo. Esa es la señal que estaban esperando. “Les hacemos compañía”. Una mueca les otorga el “pase libre”. En un santiamén las parejas quedan formadas. ¡Salud! ¡Salud! Más cervezas. Al rato la voz del animador anuncia que se dará inicio al desfile en lencería. La luminotecnia cambia de ritmo y las luces se concentran en la barra del local. ¡Con ustedes Tatiana! La jovencita luce bragas brasileñas, una mini tanga y un sujetador que tiene la cualidad de elevar el busto. Camina desenvuelta por la pasarela. Las cámaras digitales la apuntan. Se disparan capturando sus sensuales movimientos. Ahora es el turno de Camila. Una muchachita de aires orientales aparece con un corset rojo diseñado para erotizar las mentes. La lencería hace explotar su silueta, la convierten en un deseado rubí. Flashes por doquier. Continúa en la lista de modelos, Melany. El público se alborota al verla aparecer cubierta de una transparencia plegada a un portaligas que sujeta además una tanga negra de infarto. Un grupo de chiquillos se quedan como huevones mirándola. Richi la explora con detenimiento. Sigue sus pasos. Busca detalles que confirmen que la muchacha de la pasarela es la misma jovencita que hace unos años llegó a vivir como inquilina a su barrio de “El Acero”. Ya no tiene dudas, es ella. “Estás hecha una mamacita Mel”, piensa. “Qué distinta te vez ahora, sin esos pantalones anticuados y blusas de vejete”. El desfile llega a su fin. Richi, inquieto, aturdido por la belleza exuberante de la modelo va en su búsqueda. La collera entiende que el lobo debe ir tras su presa. Son casi las tres de la madrugada. A esa hora “El Malecón” es un pequeño infierno de pasiones. Las chicas del desfile se reúnen en una mesa con el promotor, un tipo amanerado que baila coquetamente. Richi avanza con el donaire de un ganador. Trata de acercarse a Melany pero un brazo lo detiene a un metro. “Para hablar con mis chicas tienes que pagar cariño”. El joven se sorprende ante la proposición mercantilista, pero luego acepta negociar. “Son doscientos soles si quieres pasar la noche con una de ellas. Ah, pero antes debes invitarte unos tragos”. Richi analiza sus posibilidades. Saca cuentas mentalmente. “Esta pendeja los vale”, balbucea. El proxeneta, ahora más dócil se presenta como Fabio. Un par tragos para sellar el trato. La mujer reconoce a su antiguo vecino, pero no se inmuta. “¿Te acuerdas de mí?”, “Claro, tú vivías a una cuadra de donde alquilaba mi cuarto”. La pareja sonríe mientras abandonan El Malecón, subidos en un taxi que los conduce a “La Noria”, el hostal que suele frecuentar Richi. En la habitación no hay necesidad de ser románticos. La mujer empieza timorata, pero conforme transcurre el circuito del sexo se va transformando en una acróbata circense. Cabalga, se contornea, gira con ritmo hacia los costados hasta conseguir que Richi se desplome sobre la cama exhausto, felizmente derrotado, hasta quedar profundamente dormido. Varias horas después despierta, busca sus ropas pero no las encuentra, tampoco está su celular ni su billetera. Mira a su alrededor y siente espanto. Furioso pega un grito que alcanza oírse en todo el hostal. ¡Puta de mierdaaaaaaaaaaaaaa!
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