La tarde
yacía fría y melancólica. Una ligera garúa acompañaba a los tres pobres diablos
que compartían - sentados en el piso de la vieja estación ferrocarrilera - un
plato con frijoles que parecían ser de varios días atrás. Fue una sorpresa hallar
en medio de ese trío a Dante, ex - compañero de la universidad, que era otro
tipo con su vestido harapiento y un olor a “perro vagabundo” que no ha recibido
un baño en muchísimo tiempo. Eso es lo que parecía sin exagerar Dante, un
“perro vagabundo”. Se me vino entonces a la mente la imagen de aquél muchacho
alto y fuerte que conocí una lejana mañana de abril en la interminable cola de
un banco, al que ambos – coincidentemente - acudimos para pagar nuestro derecho
de matrícula universitaria. La cola era tan larga que traspasaba la puerta de
ingreso del local y se extendía varios metros por la céntrica avenida Bolognesi.
Casi al final de la fila yo bostezaba de aburrimiento, mientras que Dante, parado delante de mí, leía un diario
deportivo. Cuando vi que dobló su periódico y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón, me animé a pedírselo
prestado. Sin inconveniente sacó el diario y lo puso en mis manos,
recomendándome en tono sarcástico que no olvidara devolvérselo. Ese Dante había
sido un gran platicador, al toque me hizo la conversación y como a mí nunca me
gustó quedarme atrás, le seguí el hilo de la plática, hasta enterarnos que en unos
días seríamos compañeros de clase en la escuela de periodismo. La estancia del “zapatón”
– apelativo con el que se hizo conocido en la universidad por el exagerado tamaño de sus pies – duró apenas un par de años. A mitad de la
carrera su silueta, repentinamente, dejó de pasearse por el pool de la escuela.
Nadie nunca más, hasta esa friolera tarde en que volví a verlo, supo de aquella
promesa del periodismo que pudo ser pero que nunca fue. Jamás hubiese podido
imaginar que aquel pitillo de marihuana que probó una noche, con el pretexto de
aliviar así el estrés que le producía la abrumadora carga académica y liberarse,
además, de las broncas con su padre, sería la excusa para terminar en el
miserable personaje que tenía frente a mis ojos. ¡Carajo! ¡Qué mal se veía Dante
junto a esos pordioseros!
Al comenzar
el día, Don Roberto Céspedes, vetusto hombre de prensa, fundador de la Asociación Pro Defensa del
Patrimonio Histórico de Chimbote y Director de la revista “La Garza” - medio
informativo donde realizaba mis prácticas como reportero gráfico - me encomendó
la misión de retratar la vieja estación ferrocarrilera, ubicada en el límite de
la zona céntrica de la ciudad, y de la que apenas quedaban unas cuantas estructuras
oxidadas y retorcidas y no más de cinco metros de rieles que poco a poco iban
desapareciendo en manos de desconocidos; sin embargo todo ese montón de
chatarra que los comerciantes del mercado “Las Malvinas” (aledaño a la
estación) y un grupo de drogadictos y raterillos convirtieron en un muladar, escondía
detrás de sus restos fósiles un invaluable pasado, pues allí, durante la década
del setenta, abordaban el tren que tenía como destino la ciudad de Huallanca, los
personajes más importantes de la política de aquellos años, prósperos
empresarios, comerciantes e infinidad de turistas y aventureros que colmaban
los vagones alentados por el goce que ofrecía recorrer el majestuoso paisaje del
valle del Santa, ruta por donde los rieles se extendían hasta llegar a su
destino.
- ¡Hey muchacho! – Me habló ofuscado
Don Roberto esa mañana - Necesito que le tomes fotos a la estación
ferrocarrilera. Esos cojudos del Municipio quieren vender los terrenos a unos
inversionistas para que construyan allí un Centro Comercial, a pesar que en la
Asociación llevamos tiempo pidiéndole al Alcalde que firme la resolución que declare
a esa zona como monumento histórico de la ciudad. ¡No vamos a permitir que se
venda carajo! La estación es parte de nuestra historia, de la cultura de
nuestro puerto… Pero qué va a saber ese “burro” del Alcalde si no ha nacido aquí.
Me había
detenido justo en el agujero perpetrado al muro que cercaba la vieja estación
ferrocarrilera. Desde allí podía mirarlo todo sin que los pordioseros se dieran
cuenta de mi presencia. Ni siquiera el golpe cada vez más intenso de la garúa
los distraía de su ritual alimenticio. Bolsas de basura en todos lados, cartones
viejos tendidos en el suelo simulando ser colchones, rastros de orín y caca en
los rincones. Los restos de la estación se habían convertido en un embarcadero
hacia la muerte. En una covacha de drogadictos dejada a la suerte de esos
miserables.
Dante
fue el primero en pararse cuando el platillo estuvo vacío. Tenía unos diez
kilos menos desde la última vez que lo vi, pero mantenía la mirada chisposa de sus
tiempos mozos; conservaba, además, sus enormes zapatos Caterpillar de color marrón,
que fueron los únicos que le vi usar en la universidad y que lucían tristemente
desgastados. Caminó medio encorvado hasta un rincón, eructó de manera grave y se
bajó el cierre del pantalón para orinar. Los otros tipos permanecían sentados, inmóviles,
con la mirada perdida en el vacío; protegidos de la garúa por una cubierta
armada con cartones y plástico, sostenidos por cuatro palos que hacían las
veces de columnas. En ese momento dudaba entre traspasar el hoyo y acercarme a
Dante para hablarle, o tomar las fotos y desaparecer lo más rápido posible antes
de que los tipos se dieran cuenta de mi presencia y me atacaran. “¿Acaso
el zapatón se habrá olvidado de mí?… No lo creo. Si con este huevón pasamos las
de Caín en la universidad. A veces no teníamos ni para el pasaje y había que
caminar diez cuadras desde el campus hasta llegar a la casa del “loco” Javier,
quien nos prestaba veinte céntimos a cada uno para venirnos al centro de
Chimbote en “Ramón Castilla”, esos ómnibus destartalados que saltaban como
canguros todo el trayecto. No, no creo que Dante me haya olvidado, después de
tantas amanecidas haciendo tareas, y las pichangas de los sábados, y las
borracheras que nos metimos en cada cumple de los patas del salón…
Lentamente abrí
el pequeño bolso que cruzaba mi espalda y saqué la cámara fotográfica, una Zenit
semi profesional modelo 112 fabricada en Rusia. No tendría tiempo para hacer
tomas de prueba. La acción demandaba una precisión y rapidez tal que asegurase cumplir con mi trabajo sin
que Dante y los otros tipos se dieran cuenta que los había fotografiado, luego
escondería la cámara en un cilindro de lata que estaba cerca y así podría
acercarme a hablar con “el zapatón” sin poner en riesgo mi equipo. Él se
acordaría de mí, estaba seguro de eso.
Dentro de la
vieja estación ferrocarrilera, el olor a orín era intenso. Avanzaba con
cuidado, temiendo resbalar con alguna cáscara o residuo de caca, atento para no
pisar una lata oxidada u otro objeto que produjera un ruido que me delatase. Cuando
estuve en la posición correcta, me pegué a uno de los muros derruidos y apunté
la cámara en dirección de los tres pordioseros. Transpiraba frío. Sabía que
cualquier error me obligaría a huir. La luz tenue del día gris no iba a
permitir obtener una buena imagen sin emplear el flash, así que activé el
reflector y lancé el primer y único disparo de aquella tarde. El destello de la
luz cayó justo en la cara de los pordioseros, un mal cálculo que los alertó de
mi presencia. En pocos segundos estaba acorralado en un rincón, asfixiándome
con los olores fétidos que se desprendían del cuerpo de los tipos abalanzados sobre
mí. “Hay
que tumbar a este pendejo”, dijo uno ellos. “Aquí te mueres conchatumare”, gritó otro mientras me hincaba
peligrosamente un verduguillo en el cuello. Ese mismo tipo se dirigió luego a
Dante: “Ya, quítale de una vez la cámara y saquémosle la entreputa a este payaso”.
El zapatón estaba quieto, como hipnotizado ante mi imagen temblorosa y pálida. De
pronto rompió su silencio con una voz impositiva. “No pasa nada. Este huevón es mi
pata”; luego me tomó del brazo y ante la sorpresa de sus compinches salimos
caminando en dirección hacia la calle. “Esto te va a costar un billete ‘copita’ ”, fue
lo único que me dijo en el trayecto.
Hacía muchos años que nadie me llamaba por el apodo con el que fui conocido en
la universidad. “No te preocupes, también podemos ir a comer algo o a mi casa para que
te des un baño y hasta te puedes quedar allí si quieres” le respondí. Pero
Dante no pronunció una sola palabra más, sólo estiró la mano para recibir el
dinero y una vez que lo tuvo se volteó groseramente emprendiendo el retorno
hacia el fondo de la estación.
La mañana
siguiente, cuando le mostré la foto a Don Roberto, éste me felicitó por lo
dramática de la imagen. Rebosante de alegría mencionó que el retrato reflejaba
el olvido y la desolación de un lugar histórico de la ciudad, resaltando además
la miseria humana acogida en ese ambiente, por lo que se convertía en una
evidencia gráfica ideal para consolidar su artículo. Una semana después, la
fotografía fue portada de la edición número 55 de la revista “La Garza”. El
revuelo que se armó en la ciudad por el respaldo que le dieron todos los
diarios y programas radiales al tema de la vieja estación ferrocarrilera puso
en aprietos al Alcalde, quien se vio obligado a desistir de sus intenciones de
ceder el terreno a los inversionistas y firmó, finalmente, la resolución que
declaraba a la zona como patrimonio histórico de la ciudad. Unos meses después,
sobre los cimientos viejos y retorcidos de la estación, se colocó la primera
piedra de lo que sería más adelante la sede de Instituto Nacional de Cultura de
Chimbote.
Durante semanas
recorrí los sitios más paupérrimos de la ciudad tratando de ubicar al “zapatón”,
pero no lo hallé en ningún lado. Llegué incluso a visitar la casa de su madre en
busca de algún dato que me ayudara a saber de él; sin embargo ella tampoco conocía
el paradero de su hijo, al que sólo había vuelto a ver en la portada de la
revista. Dos años después, al fin tuve noticias de Dante en la bandeja del
correo electrónico. Era un mensaje extenso en el que narraba el periplo que
pasó desde que se vio obligado a abandonar la vieja estación hasta llegar a España,
donde radica actualmente: “Gracias a ti me quedé sin casa en Chimbote,
así que me decidí a abandonar ese país de mierda y busqué la manera de venirme a
España. No fue fácil llegar, pero carajo sí que valió la pena. Aquí estoy bien,
tengo un trabajo y hasta mujer española he conseguido. Gracias por todo “copita”,
tú siempre fuiste de puta madre”,
terminaba diciendo.
Muy buena la crónica. Sigan así OF
ResponderBorrarMe ha gustado mucho, excepto por una cosa, lo de expresar que el cigarrito de marihuana fue el precursor de todos sus males... Por favor, un poco de madurez con esto, sin dogmatizar lo "malísimas" que son las drogas. Serían una serie de cosas, todas ellas complejas, lo que lo llevaron a echar a perder su vida. Por lo demás, interesante y bien contada!
ResponderBorrarno me gusto el cuento porque no nombran a el perro de dante verdadero amigo fiel y companero .
ResponderBorrarEn el relato no se hace alusión a que Dante tuviera un perro amigo Anónimo :)
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