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jueves, 3 de mayo de 2012

LA HORA DEL CUENTO: El perro Vagabundo...


La tarde yacía fría y melancólica. Una ligera garúa acompañaba a los tres pobres diablos que compartían - sentados en el piso de la vieja estación ferrocarrilera - un plato con frijoles que parecían ser de varios días atrás. Fue una sorpresa hallar en medio de ese trío a Dante, ex - compañero de la universidad, que era otro tipo con su vestido harapiento y un olor a “perro vagabundo” que no ha recibido un baño en muchísimo tiempo. Eso es lo que parecía sin exagerar Dante, un “perro vagabundo”. Se me vino entonces a la mente la imagen de aquél muchacho alto y fuerte que conocí una lejana mañana de abril en la interminable cola de un banco, al que ambos – coincidentemente - acudimos para pagar nuestro derecho de matrícula universitaria. La cola era tan larga que traspasaba la puerta de ingreso del local y se extendía varios metros por la céntrica avenida Bolognesi. Casi al final de la fila yo bostezaba de aburrimiento, mientras que Dante,  parado delante de mí, leía un diario deportivo. Cuando vi que dobló su periódico y lo guardó en el bolsillo  trasero de su pantalón, me animé a pedírselo prestado. Sin inconveniente sacó el diario y lo puso en mis manos, recomendándome en tono sarcástico que no olvidara devolvérselo. Ese Dante había sido un gran platicador, al toque me hizo la conversación y como a mí nunca me gustó quedarme atrás, le seguí el hilo de la plática, hasta enterarnos que en unos días seríamos compañeros de clase en la escuela de periodismo. La estancia del “zapatón” – apelativo con el que se hizo conocido en la universidad  por el exagerado tamaño de sus pies –  duró apenas un par de años. A mitad de la carrera su silueta, repentinamente, dejó de pasearse por el pool de la escuela. Nadie nunca más, hasta esa friolera tarde en que volví a verlo, supo de aquella promesa del periodismo que pudo ser pero que nunca fue. Jamás hubiese podido imaginar que aquel pitillo de marihuana que probó una noche, con el pretexto de aliviar así el estrés que le producía la abrumadora carga académica y liberarse, además, de las broncas con su padre, sería la excusa para terminar en el miserable personaje que tenía frente a mis ojos. ¡Carajo! ¡Qué mal se veía Dante junto a esos pordioseros!



Al comenzar el día, Don Roberto Céspedes, vetusto hombre de prensa,  fundador de la Asociación Pro Defensa del Patrimonio Histórico de Chimbote y Director de la revista “La Garza” - medio informativo donde realizaba mis prácticas como reportero gráfico - me encomendó la misión de retratar la vieja estación ferrocarrilera, ubicada en el límite de la zona céntrica de la ciudad, y de la que apenas quedaban unas cuantas estructuras oxidadas y retorcidas y no más de cinco metros de rieles que poco a poco iban desapareciendo en manos de desconocidos; sin embargo todo ese montón de chatarra que los comerciantes del mercado “Las Malvinas” (aledaño a la estación) y un grupo de drogadictos y raterillos convirtieron en un muladar, escondía detrás de sus restos fósiles un invaluable pasado, pues allí, durante la década del setenta, abordaban el tren que tenía como destino la ciudad de Huallanca, los personajes más importantes de la política de aquellos años, prósperos empresarios, comerciantes e infinidad de turistas y aventureros que colmaban los vagones alentados por el goce que ofrecía recorrer el majestuoso paisaje del valle del Santa, ruta por donde los rieles se extendían hasta llegar a su destino.
- ¡Hey muchacho! – Me habló ofuscado Don Roberto esa mañana - Necesito que le tomes fotos a la estación ferrocarrilera. Esos cojudos del Municipio quieren vender los terrenos a unos inversionistas para que construyan allí un Centro Comercial, a pesar que en la Asociación llevamos tiempo pidiéndole al Alcalde que firme la resolución que declare a esa zona como monumento histórico de la ciudad. ¡No vamos a permitir que se venda carajo! La estación es parte de nuestra historia, de la cultura de nuestro puerto… Pero qué va a saber ese “burro” del Alcalde  si no ha nacido aquí.
Me había detenido justo en el agujero perpetrado al muro que cercaba la vieja estación ferrocarrilera. Desde allí podía mirarlo todo sin que los pordioseros se dieran cuenta de mi presencia. Ni siquiera el golpe cada vez más intenso de la garúa los distraía de su ritual alimenticio. Bolsas de basura en todos lados, cartones viejos tendidos en el suelo simulando ser colchones, rastros de orín y caca en los rincones. Los restos de la estación se habían convertido en un embarcadero hacia la muerte. En una covacha de drogadictos dejada a la suerte de esos miserables.
            Dante fue el primero en pararse cuando el platillo estuvo vacío. Tenía unos diez kilos menos desde la última vez que lo vi, pero mantenía la mirada chisposa de sus tiempos mozos; conservaba, además, sus enormes zapatos Caterpillar de color marrón, que fueron los únicos que le vi usar en la universidad y que lucían tristemente desgastados. Caminó medio encorvado hasta un rincón, eructó de manera grave y se bajó el cierre del pantalón para orinar. Los otros tipos permanecían sentados, inmóviles, con la mirada perdida en el vacío; protegidos de la garúa por una cubierta armada con cartones y plástico, sostenidos por cuatro palos que hacían las veces de columnas. En ese momento dudaba entre traspasar el hoyo y acercarme a Dante para hablarle, o tomar las fotos y desaparecer lo más rápido posible antes de que los tipos se dieran cuenta de mi presencia y me atacaran. “¿Acaso el zapatón se habrá olvidado de mí?… No lo creo. Si con este huevón pasamos las de Caín en la universidad. A veces no teníamos ni para el pasaje y había que caminar diez cuadras desde el campus hasta llegar a la casa del “loco” Javier, quien nos prestaba veinte céntimos a cada uno para venirnos al centro de Chimbote en “Ramón Castilla”, esos ómnibus destartalados que saltaban como canguros todo el trayecto. No, no creo que Dante me haya olvidado, después de tantas amanecidas haciendo tareas, y las pichangas de los sábados, y las borracheras que nos metimos en cada cumple de los  patas del salón…
Lentamente abrí el pequeño bolso que cruzaba mi espalda y saqué la cámara fotográfica, una Zenit semi profesional modelo 112 fabricada en Rusia. No tendría tiempo para hacer tomas de prueba. La acción demandaba una precisión y rapidez  tal que asegurase cumplir con mi trabajo sin que Dante y los otros tipos se dieran cuenta que los había fotografiado, luego escondería la cámara en un cilindro de lata que estaba cerca y así podría acercarme a hablar con “el zapatón” sin poner en riesgo mi equipo. Él se acordaría de mí, estaba seguro de eso.
Dentro de la vieja estación ferrocarrilera, el olor a orín era intenso. Avanzaba con cuidado, temiendo resbalar con alguna cáscara o residuo de caca, atento para no pisar una lata oxidada u otro objeto que produjera un ruido que me delatase. Cuando estuve en la posición correcta, me pegué a uno de los muros derruidos y apunté la cámara en dirección de los tres pordioseros. Transpiraba frío. Sabía que cualquier error me obligaría a huir. La luz tenue del día gris no iba a permitir obtener una buena imagen sin emplear el flash, así que activé el reflector y lancé el primer y único disparo de aquella tarde. El destello de la luz cayó justo en la cara de los pordioseros, un mal cálculo que los alertó de mi presencia. En pocos segundos estaba acorralado en un rincón, asfixiándome con los olores fétidos que se desprendían del cuerpo de los tipos abalanzados sobre mí. “Hay que tumbar a este pendejo”, dijo uno ellos. “Aquí te mueres conchatumare”, gritó otro mientras me hincaba peligrosamente un verduguillo en el cuello. Ese mismo tipo se dirigió luego a Dante: “Ya, quítale de una vez la cámara y saquémosle la entreputa a este payaso”. El zapatón estaba quieto, como hipnotizado ante mi imagen temblorosa y pálida. De pronto rompió su silencio con una voz impositiva. “No pasa nada. Este huevón es mi pata”; luego me tomó del brazo y ante la sorpresa de sus compinches salimos caminando en dirección hacia la calle. “Esto te va a costar un billete ‘copita’ ”, fue lo único que me  dijo en el trayecto. Hacía muchos años que nadie me llamaba por el apodo con el que fui conocido en la universidad. “No te preocupes, también podemos ir a comer algo o a mi casa para que te des un baño y hasta te puedes quedar allí si quieres” le respondí. Pero Dante no pronunció una sola palabra más, sólo estiró la mano para recibir el dinero y una vez que lo tuvo se volteó groseramente emprendiendo el retorno hacia el fondo de la estación.
La mañana siguiente, cuando le mostré la foto a Don Roberto, éste me felicitó por lo dramática de la imagen. Rebosante de alegría mencionó que el retrato reflejaba el olvido y la desolación de un lugar histórico de la ciudad, resaltando además la miseria humana acogida en ese ambiente, por lo que se convertía en una evidencia gráfica ideal para consolidar su artículo. Una semana después, la fotografía fue portada de la edición número 55 de la revista “La Garza”. El revuelo que se armó en la ciudad por el respaldo que le dieron todos los diarios y programas radiales al tema de la vieja estación ferrocarrilera puso en aprietos al Alcalde, quien se vio obligado a desistir de sus intenciones de ceder el terreno a los inversionistas y firmó, finalmente, la resolución que declaraba a la zona como patrimonio histórico de la ciudad. Unos meses después, sobre los cimientos viejos y retorcidos de la estación, se colocó la primera piedra de lo que sería más adelante la sede de Instituto Nacional de Cultura de Chimbote.
Durante semanas recorrí los sitios más paupérrimos de la ciudad tratando de ubicar al “zapatón”, pero no lo hallé en ningún lado. Llegué incluso a visitar la casa de su madre en busca de algún dato que me ayudara a saber de él; sin embargo ella tampoco conocía el paradero de su hijo, al que sólo había vuelto a ver en la portada de la revista. Dos años después, al fin tuve noticias de Dante en la bandeja del correo electrónico. Era un mensaje extenso en el que narraba el periplo que pasó desde que se vio obligado a abandonar la vieja estación hasta llegar a España, donde radica actualmente: “Gracias a ti me quedé sin casa en Chimbote, así que me decidí a abandonar ese país de mierda y busqué la manera de venirme a España. No fue fácil llegar, pero carajo sí que valió la pena. Aquí estoy bien, tengo un trabajo y hasta mujer española he conseguido. Gracias por todo “copita”, tú siempre fuiste de puta madre”, terminaba diciendo.   

4 comentarios:

  1. Muy buena la crónica. Sigan así OF

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  2. Me ha gustado mucho, excepto por una cosa, lo de expresar que el cigarrito de marihuana fue el precursor de todos sus males... Por favor, un poco de madurez con esto, sin dogmatizar lo "malísimas" que son las drogas. Serían una serie de cosas, todas ellas complejas, lo que lo llevaron a echar a perder su vida. Por lo demás, interesante y bien contada!

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  3. no me gusto el cuento porque no nombran a el perro de dante verdadero amigo fiel y companero .

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  4. En el relato no se hace alusión a que Dante tuviera un perro amigo Anónimo :)

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